Agadendam - Ella siente vergüenza

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Thomas Turner me miró con ojos compungidos cuando me despedí de él. Mientras acariciaba a Giiwedin, Namid le hablaba en aquella lengua; parecía estar convenciéndole de los términos de nuestra marcha a caballo.

— Dice que desea llevarla al lago que hay nada más atravesar el bosque y que la traerá de vuelta al anochecer.

Yo todavía estaba pensando en el tacto de la mano de Namid sobre la mía cuando se la agarré. Divisé un ápice de sorpresa en sus pupilas: una parte de él no creía que yo fuera a aceptar ir con él. Me la apretó con fuerza y sonrió mostrando la hilera de dientes. Me había atrevido a hacer aquello...

— Debo de acompañarles, señorita. No puedo dejar que desaparezca usted hasta que anochezca junto a un desconocido. Le prometí al señor Clément que cuidaría de usted. Si este indio no lo entiende, que se esfume por donde ha venido — bufó. Después se giró a Namid y le habló en ojibwa con tono serio. Él le contestó sin pensárselo y me dijo —: Les seguiré de cerca con mi caballo, ha accedido.

El poco sentido de la responsabilidad que me restaba en aquel momento agradeció la tutela de Thomas Turner. Una joven soltera no podía vagar con un hombre en mitad de la noche sin vigilancia de su criada o de algún adulto. Jeanne siempre estaba presente cuando mi padre se empeñaba en que conociera a algún joven noble en París. Además, si el mercader estaba cerca, Namid no se atrevería a ser indecente, lo que parecía que comandaba al conjunto indígena.

— ¿Está segura? – se acercó mucho a mí.

— Es mi amigo — respondí.

No supe ni cómo ni por qué, pero Thomas Turner creyó en mis palabras. Añadió que iría a por su caballo, el cual había dejado atado en la parte delantera de la casa, y lo traería hasta aquí. En el momento en que Namid y yo estuvimos a solas, él dijo algo que no comprendí y me subió al lomo de Giiwedin antes de siquiera pedírselo. Sus acciones eran siempre inesperadas para mí, firmes. El vestido, al ser del largo propio de mi talla, se me enredaba en los pies. Namid sumergió sus manos por debajo del final del cancán, que acababa siempre en volantes, y lo removió para desenredarlo. Di un salto sobre el caballo cuando noté sus dedos rozando mis enaguas. Instintivamente, le di una patada para que se apartara. ¡Aquel comportamiento era inaudito!

— Tenga cuidado con los indígenas, señorita Catherine; tienen la mano muy larga — bromeó Thomas Turner, recién llegado al jardín trasero. Su corcel era blanco con manchas marrones. Parecía manso, mucho menos llamativo que Giiwedin —. Cuando quiera darse cuenta habrá subido hasta el muslo.

Yo me sonrojé con violencia y lancé otra patada al aire que le golpeó el antebrazo. Namid sonrió, sin sentirse responsable de sus groserías, y añadió algo entre dientes que hizo que el mercader soltara una carcajada.

— ¿Qué ha dicho? — exigí con un hilo de voz indignado.

— Que no entiende por qué las mujeres blancas van disfrazadas con tantas telas. Se tarda más en desnudarlas que en tocarlas.

Si esperaba una reacción festiva por mi parte, no la obtuvo: le dirigí una mirada severa, profundamente molesta. Quise bajarme del caballo para que fuera Thomas Turner mi jinete, pero mis pies estaban demasiado lejos del suelo para aventurarme a ello. Roja como un tomate maduro, tuve que soportar cómo Namid se subía al animal justo detrás de mí y me rodeaba el cuerpo con su fuerte brazo. Lo sentí todavía más cerca que el día anterior. "Es un maldito provocador", blasfemé para mis adentros. Irritada, intenté echarme un poco hacia delante, avanzar en la cruz del caballo, pero él me tiró hacia atrás como si fuera una silla. Cuando hice el ademán de resistirme, apretando los dientes, dijo riéndose:

— Zagakim, nishiime.

Thomas Turner volvió a reírse exageradamente y me tradujo:

— Tranquilícese, hermana.

Volví a rebelarme contra su agarre y retuve las ganas de darle un codazo en el estómago. La vergüenza me enrabietaba. Notaba la parte baja de su vientre encajando de forma perfecta con mi espalda curvada. Lo estaba haciendo a propósito. No me importaba en absoluto que los salvajes no supieran cómo guardar las formas, yo era una joven francesa de buena familia que no permitiría que un hombre, sin importar su procedencia, le pusiera la mano encima. ¡Se trataba de mi honra! ¿Que las mujeres blancas íbamos disfrazadas? ¿Qué costaba más desnudarlas que tocarlas? ¡Me hervía la sangre! ¿Desnudarme? ¿A mí? ¡Menudo disparate!

— Discúlpeme, señorita. No pretendía ofenderla — se percató Thomas Turner —. Le diré que tenga cuidado. Si hace algo que la incomoda, hágamelo saber. Puedo tirarlo del caballo.

Bajo mi inquisidora mirada, el mercader le hizo saber a mi jinete que debía tener las manitas quietas y éste le respondió sin encolerizarse. Esperé a recibir la traducción.

— Dice que no pretende incomodarla, pero que si no para de moverse, podría caer.

¿Pretendía hacerse el inocente? Con un refunfuño enojado, dejé de revolverme y me propuse no dirigirle ni una sola mirada en todo el trayecto. Él clavó más sus dedos sobre mi seseante cintura y le hizo una seña a Thomas Turner antes de golpear levemente el lomo de Giiwedin. En milésimas de segundo, el caballo arrancó con una velocidad inhumana y yo dejé ir un alarido bochornoso. Lo quisiera o no, necesitaba a Namid más de lo que creía.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now