Gimoodiwin - Robo

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El cochero me observó con preocupación cuando llegué hasta él a la hora acordada. Seguía en el mismo sitio donde lo dejé y me ayudó a subir al carruaje con manos torpes. Sentada, ni me molesté en indicarle a dónde quería dirigirme y golpeó las riendas de los caballos en dirección a casa. Tenía unas ganas tremendas de dejar Quebec lejos y encerrarme en las sábanas de mi cama. Había sido un día horrendo. Las palabras del reverendo Denèuve continuaban revoloteando por mi subconsciente en un eco desagradable. "Son salvajes, señorita Catherine. Son animales", recordé con una mueca asqueada. De nuevo había vuelto a actuar como una niña ingenua: las intenciones de los clérigos no parecían ya tan buenas. O por lo menos no para mí. ¿Estaba el trato con los indígenas cambiando el modo en el que interpretaba el régimen que me rodeaba? No podía saberlo, solo podía sentirme ahogada por la impotencia al escucharles. Para ellos, los indios eran inferiores, una tabula rasa donde poder escribir su dogma a golpe de libro y de grito agazapado en un dulce apetitoso. "Porque los franceses somos superiores a ellos", pensé. ¿Por qué motivo lo éramos? Era una pregunta que nunca me había cuestionado.

Me pasé los dedos por la muñeca que había sido cubierta por la tela ojibwa y rememoré el gesto de cubrirla para que nadie la descubriera. Aquella era la manera en la que las relaciones con los pieles rojas se construían: había que eliminarlos bajo la supremacía de los conquistadores. Jamás hasta aquel momento había reflexionado sobre el afán imperialista de la monarquía francesa en términos de aniquilación, daba por hecho que nosotros éramos los que merecíamos vencer. ¿Qué ganábamos exactamente? La pérdida de todos aquellos nobles que habían viajado hasta Nueva Francia para luchar por su rey se me antojó aún más incomprensible. Deseábamos un continente entero para nosotros, sin importarnos a quién hubiera pertenecido antes. ¿Y si una oleada de extraños hubiera destruido mi amada París para imponer sus propias formas de vida?

Los trabajadores de la granja me saludaron, quitándose el sombrero, y los ignoré deliberadamente. No me sentía con fuerzas para devolverles el saludo. Aquellas tierras no eran suyas, habían asesinado a familias enteras para obtenerlas. Pensé en Namid y me pregunté cuántos amigos habría perdido a manos de los blancos. O cuántos habrían terminado por sucumbir. Los dudosos métodos de los clérigos no se basaban en la violencia física, sino en la evangelización paulatina; como un aguijón maleaban sus mentes hasta convertirlos en súbditos. Por aquella razón estaba mal que Wenonah poseyera un nombre indio: debía de llamarse Marion. Me decepcioné profundamente conmigo misma al percatarme de que yo había sido la primera en sentenciar que aquellos salvajes se merecían ser dominados por alguien más sabio que ellos.

¿Eran nuestros rezos, nuestros vestidos, nuestros avances científicos, los únicos válidos?

¿Y si éramos nosotros los ignorantes?

¿Y si ninguna tierra de la que había pisado era mía por derecho?



‡‡‡‡



No oculté mi agrio estado de ánimo cuando Thomas Turner me visitó para el té de la tarde. Nada más me encontró sentada junto a la ventana que daba al cadáver del nogal supo que estaba disgustada por algo. Se quitó el sombrero tricornio con lentitud, dejándolo sobre la mesa, y anunció su llegada con voz discreta.

— Buenas tardes, señorita Catherine. ¿He venido en un mal momento?

— No. Discúlpeme — me levanté con rapidez. Los modales estaban por encima de cualquier otra emoción —. Siéntese. Florentine nos traerá el té de inmediato.

Hice sonar la campanita y el mercader no ocupó su asiento hasta que me ayudó a sentarme con caballerosidad. Frente a frente, alrededor de la pequeña mesa redonda, vi sus profundas ojeras. La subasta comenzaría al día siguiente.

— Parece usted estar igual de cansada que yo — sonrió —. ¿Es la escuela del reverendo tan agotadora?

Superada por mis últimos descubrimientos, giré el rostro y apreté los dientes. No podía dejar de pensar en Namid y Wenonah.

— ¿He dicho algo impertinente? — se preocupó al ver mi reacción —. No pretendía...

Florentine frenó su discurso al llamar a la puerta. Thomas Turner carraspeó y la ayudó a dejar la bandeja. Su carácter altruista me hizo sonreír. No había nacido con títulos ni con terrenos, para él ser sirviente solo era un trabajo como cualquier otro, y actuaba en consonancia con aquellas creencias. Ella le agradeció el inesperado gesto y nos dejó a solas. El mercader me sirvió, ofreciéndome una taza humeante.

— ¿La he ofendido de algún modo? — dijo al entregármela.

— En absoluto, señor Turner.

— Dígame qué le ocurre. Parece triste — echó una pizca de azúcar en nuestras tazas —. ¿Está preocupada por algo?

"Por demasiadas cosas", pensé con abatimiento.

— No deseaba convertirme en la maestra de clavicordio — añadí.

Los labios de Thomas Turner se abrieron para preguntarme la razón por la cual había aceptado, pero se detuvo antes de enunciar algo estúpido: yo no podía negarme. Existían cadenas invisibles que no solo eran arrastradas por esclavos. Los pies seguían caminando por la cinta, nunca fuera. Al darse cuenta me miró apesadumbrado.

— ¿La han tratado inapropiadamente en el aula? — tanteó.

"Namid pensará que soy una de ellos".

— ¿Ha estado alguna vez presente en una de las clases del padre Quentin? — pregunté sin una intención clara. Me pesaban los párpados.

— No. ¿Por qué lo pregunta? — negó, extrañado.

— Olvídelo — me arrepentí. No debía de hablar de más. Eran clérigos respetables.

— No le han agradado sus métodos de enseñanza, ¿verdad? — adivinó —. Si desea que le sea sincero, yo estoy en contra de la mayoría de las escuelas que pretenden evangelizar a los indígenas. Creo que es buena idea que los enseñen a leer y a escribir, también a hablar francés o inglés: las gentes iletradas son las más fáciles de engañar. Sin embargo, se habrá dado cuenta de que su misión va mucho más allá de eso. Quieren que se vuelvan como nosotros. Arrebatarles la identidad. Por eso empiezan con los más pequeños.

— No quiero participar en algo así — dije, asustada de mi propio atrevimiento.

Thomas Turner esbozó una sonrisa al tiempo que bebía un sorbo de té.

— Usted va a terminar siendo las más cuerda de la familia Clément — apuntó —. Entiendo que no desee hacerlo. Es una jovencita honorable y valiente. Es gratamente más tolerante que todos los blancos que viven en estas tierras, estoy descubriéndolo últimamente. ¿Ha sido seducida por los indios?

Conocía las bromas del mercader, pero no estaba de humor para tomármelas como lo que eran. Yo no era honorable ni valiente. Aquellas serían las últimas de mis cualidades. Debí de haber defendido a aquella niña.

— Respeto al reverendo Denèuve a pesar de que no esté de acuerdo con su doctrina — retomó la seriedad —. No conozco personalmente al padre Quentin, pero por lo que cuenta, no debe de ser un maestro muy flexible. ¿Qué vio? ¿Les cortaron el pelo?

— ¿Có-cómo?

— Es parte del proceso de "transformación". Les cambian el nombre y les instan a vestir a la francesa. En muchas escuelas les cortan el pelo. En la subasta podrá verlo. No fueron pocos los indios que se convirtieron y asumieron todas nuestras costumbres. Aumentan día a día — suspiró —. Una parte de mí quiere creer que lo hacen por supervivencia y que dentro de sus corazones siguen siendo indígenas. Al fin y al cabo, ¿no fingimos todos?

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoKde žijí příběhy. Začni objevovat