Memengwaa - Una mariposa

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Me desagradaba sobremanera estar en una especie de conflicto sin resolver con mi hermana. Desde lo ocurrido, me evitó deliberadamente y se ausentó en sus aposentos más de lo habitual. Étienne me había asegurado que hablaría con ella, mas cambio alguno se había producido. Sentía que íbamos alejándonos poco a poco y aquel no era el futuro que yo había soñado para nosotras. Una mañana soleada, Florentine me informó de que Jeanne no bajaría a desayunar por encontrarse indispuesta. Quise visitarla, pero mi criada afirmó que la decisión más sabia era dejarla a solas por el momento. En el salón, el joven Baudin no tardó en advertir que solo seríamos dos comiendo en aquella eterna mesa.

— ¿Y la señora Clément? — frunció el ceño.

— Se encuentra indispuesta — copié las palabras de Florentine.

— No está molesta con usted, se lo aseguro — empezó calmándome. "Sí lo está. Quiere que me case contigo y sabe que voy a rechazarte una y otra vez", pensé con amargura —. Ordenaré al servicio que se hagan cargo de ella con suma delicadeza. Debe de ser la melancolía..., estar lejos de la persona amada es duro — sus comprensivas palabras me hicieron alzar la vista del plato. Étienne desconocía en gran medida lo mucho que yo echaba de menos a Namid —. Haré llamar al médico, él sabrá qué hacer mejor que nosotros.

— Gracias — dije, convencida de que las dolencias de mi hermana poco tenían de grave. Apresuradamente cambié de tema —: ¿Ha llegado alguna carta de Antoine?

— Lamento informarte de que no — alisó un poco la servilleta —. Estará ciertamente ocupado para responder, tampoco yo he recibido noticias de Thibault. Sin embargo, sí que tienes una carta del señor Turner esperándote.

El corazón me dio un vuelco. ¡Noticias de casa!

— Pensé que querrías leerla enseguida, así que aquí la tienes — la sacó del bolsillo de su casaca y me la extendió —. Vino con el correo del día.

No oculté mi ansia y se le arrebaté, haciéndole reír. Con las manos temblorosas, la abrí sin importarme no encontrarme en la intimidad de mi habitación y comencé a leer:

Querida Catherine,

Te escribo desde la bahía de Hudson, en una taberna de mala muerte donde mis chicos bailan y ríen, perjudicados por el alcohol ingerido. Acabamos de llegar de un largo viaje desde Quebec, es temporada de comercio de pieles, como bien sabes, y tengo la certeza de que conseguiremos un buen negocio..., muchos han partido a la milicia. Estúpidos..., ¿por qué demonios se alistan? Ya tendrán tiempo de morir cuando la guerra haya empezado verdaderamente. No sé si Antoine estaría de acuerdo conmigo en este aspecto..., ¿cómo os encontráis todos? Me hubiera gustado enterarme de vuestra marcha para poder despedirme como es debido, pero entiendo las exigencias de la corona francesa. Honovi me lo explicó todo. Debes de estar triste, sé que no querías marcharte. Sin embargo, el poblado está a salvo y Algoma más radiante que nunca. Mientras escribo esta carta, no sé si es correcto informarte de que gran parte de los jóvenes de la tribu han partido hacia tierras del sur para reunirse con los demás clanes aliados. Puede que algunos pasen por el fuerte Richelieu, pero es poco probable. Namid no se ha movido de su tipi y nadie le ha obligado a marcharse con sus hermanos. ¿Qué le dijiste en aquella carta? Honovi está seguro de que es la razón por la que se ha empeñado a quedarse allí como una roca.

Cuéntame cómo transcurrió vuestro viaje hasta Montreal y hazme saber que estáis bien. Intentaré mantenerte al tanto de lo que sucede en este lado y, por favor, haz caso de un cascarrabias como este: volved a Quebec en cuanto Antoine haya terminado con las reconstrucciones, no es un lugar seguro.

Te extraña,

Thomas Turner.

Intenté contener la expresión del rostro, pero supe de antemano que era una empresa sin sentido. Me limité a evitar las preocupadas pupilas verdes de Étienne y doblé la carta, de vuelta en su sobre, con lentitud. "Namid sigue en el poblado, está esperándome", musité interiormente.

— ¿Ocurre algo? ¿Malas noticias? — rompió el silencio.

En el mensaje que le había dejado en su tienda antes de desaparecer sin decir adiós, le supliqué que no marchara a la guerra, que se quedara a proteger a los débiles del clan y a Honovi, que no me dejara..., porque si lo hacía, no podría seguir adelante. No sin él. No sin haberle expresado lo que aún permanecía sin decir. Le había prometido que yo regresaría a sus brazos porque estaba escrito en los cielos. Y Namid había aceptado aquel juramento.

— ¿Conoces la Bahía Hudson? — le respondí con otra pregunta y un carraspeo.

— ¿Cómo? — frunció el ceño, desprevenido.

— El señor Turner acaba de acampar allí.

— Es la zona más prolífica en el comercio de pieles, aunque peligrosa — respondió con cautela —. ¿Te encuentras bien, Catherine? Estás pálida.

No, no me encontraba bien; pero la esfera privada era un asunto y la pública otra bien distinta que no estaba dispuesta a compartir así como así. La experiencia reciente me había demostrado que era más inteligente relegar a Namid al secreto.

— Echo de menos Quebec, eso es todo — me limpié la comisura de los labios y calculé por cuántos minutos sería capaz de fingir. Debía de levantarme y salir lo antes posible.

Étienne me imitó en una tentativa de impedirme la huida: sabía que la carta del mercader guardaba información valiosa. Antes de que pudiera interrogarme, le hice una reverencia y pregunté:

— ¿Puedo salir a cabalgar a Inola?



‡‡‡



Tras una extenuante jornada ecuestre, detuve al caballo junto a un riachuelo y me dispuse a recuperar el aliento. Tenía todo el cuerpo sudoroso y los pies me ardían en el interior de las botas de montar. Inola bebió y bebió copiosamente hasta que quedó satisfecho. Lo observé pastar al tiempo que me tumbaba sobre la hierba húmeda. Con la respiración agitada, alcé una mano para cubrirme los ojos ante la luz del sol del mediodía. No sabía dónde me encontraba, había avanzado hacia el horizonte sin pensar una dirección concreta, mas no me importaba. Necesitaba alejarme del bullicio, aunque mi mente y mi corazón siguieran sonando como tambores ineludibles. Estaba sola, nadie podía ordenarme cómo sentirme. Miré los dedos extendidos frente al cielo y me sobrevino el recuerdo de la cinta ojibwa que Namid me había regalado tras la pérdida del nogal. Medité entonces si sería capaz de sobrellevar no poder verle durante tanto tiempo. "Esta es tu vida real, Catherine", suspiré. Y no podía hacer nada para cambiarla. La vida real, la que realmente no deseamos pero nos imponen y permitimos que lo hagan, estaba acorralándome entre sus fauces. Ya no tenía miedo de vagar sola, de montar a un corcel, de desobedecer órdenes..., pero no podía amar a un indígena. ¿De qué servía toda aquella liberación entonces? ¿Lo había hecho por él o porque realmente lo deseaba? ¿Cuándo dejaría de rebelarme?

La promesa de aquella carta era una promesa vacía. Le había pedido que esperara a alguien que no podría corresponderle como merecía y, a pesar de ello, Namid había accedido sin reservas. Lo peor era que yo sabía que estaba dulcificando una mentira. Me aterraba afrontar la realidad..., anhelaba poder soñar un día, unas horas más, hasta despertar en un mundo donde el amor, como los animales, como las personas, fuera libre. Pero ni los animales, ni las personas, ni el amor eran libres. Estaba mintiéndoles a todos, pero sobre todo estaba engañándome a mí misma.

La libertad no era una cinta, sino una soga.

Una mariposa encerrada en una copa de cristal.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoOnde as histórias ganham vida. Descobre agora