Giiwedin - Viento del norte

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Detuve mis prácticas de clavicordio para rozarme la mano que Namid había tocado con atrevida absolución. Estaba impoluta tras el baño, pero los recuerdos no podían borrarse con agua y jabón. La guie hasta las costillas y abracé la hilera que él había aprisionado con la palma hueca. A su lado, mi cuerpecito parecía el tronco de un manzano recién nacido; podía abarcarme con los brazos sin esfuerzo, era sencillo refugiarse en su abdomen, casi provocador. Olía a caballo, a riachuelo dominado por plantas de agua, a naturaleza en libertad. No podía concentrarme en las partituras, a pesar de que tendría que enfrentarme a las clases de música muy pronto, y la confusión que le había hecho saber a Annie en mi carta vagaba por todos los rincones, presuntuosa, negándose a la fuga.

Me tapé los ojos cerrados con la mano extendida, cansada, al darme cuenta que me había olvidado de la fealdad de su cicatriz.

‡‡‡‡

Me levanté con una sensación de extrañeza a la mañana siguiente. No paraba de preguntarme si aquel dios al que tanto rezaba o mi padre me habían enviado a aquel indio para ponerme a prueba. ¿Y si lo habían hecho para hacerme feliz? Me costaba creerlo.

— Buenos días, señorita — me saludó Florentine al entrar.

Me cepilló el cabello y me lo dejó suelto, sin ningún adorno. No obstante, la comodidad de mi melena no se tradujo en una desenvoltura en lo concerniente al ropaje. Las telas me cubrieron como a un regalo, pomposas. El frío empezaba a calar y no me quejé al tener que ponerme las calzas y mi manteleta más cálida. Alegué que no me encontraba muy bien para llevar el corpiño color crema y Florentine se limitó a afinarme la cintura con un pequeño corsé interior que no aprisionaba demasiado el vientre. Sobre él colocó el jubón de manga larga, propio de nuestras vestimentas en época invernal. Quedaba entallado al torso y con pronunciado escote redondo en la parte delantera. Me gustaba cómo el color blanco roto de la tela combinaba con mi pelo y el brocatel de sedas policromas con forma de margaritas que se extendían en él.

— Deberíamos ir a la ciudad a comprar telas, está creciendo — observó.

Me hubiera agradado que mi crecimiento hubiera sido a lo alto, no a la ancho. Florentine apretó los labios al ver cómo no me deshacía del colgante ojibwa y lo colocaba justo en el centro, pero no dijo nada. Me puse los guantes y me dispuse a tomar el té con Thomas Turner.

Lo encontré sentado en la silla de Antoine, leyendo un par de papeles malgastados que no eran más que las cuentas de sus negocios. Envidiaba su apariencia despreocupada. Se levantó con una inclinación de cabeza cuando hice acto de presencia en el salón y no tardó en admirar mis rizos. Me pregunté si tendría familia, esposa, hijos..., puesto que era poco común que un hombre de su edad, en la ya avanzada veintena, estuviera soltero.

— Veo que ha vuelto a trabajar en el huerto — dijo, sirviéndome té de bardana —. El reverendo Denèuve me ha informado de que ha ocupado usted la vacante de maestra de clavicordio. No me lo podía creer. Es sin duda un hombre persuasivo.

"Y tanto que lo es", pensé.

— Las lecciones comienzan mañana por la tarde.

— Estoy seguro de que serán pan comido, señorita. — sonrió —. Serán más sosegadas que mis expediciones.

Thomas Turner pasó a contarme que dentro de tres días la subasta de pieles empezaría y la ciudad estaba a rebosar de mercaderes y maleantes, sino ambos al mismo tiempo. Era el momento más importante del año, ya que era el que decidía el rumbo de su economía: si no conseguía buenos intercambios, las pérdidas serían inconmensurables. Le había pasado algún que otro año, pero el anterior había sido bueno, aunque no de los mejores. Cada vez había más competencia. En su juventud, eran pocos hombres los que se adentraban en grupos en las tierras de los hurón y los mohawk para conseguir pieles, puesto que el riesgo de sufrir emboscadas por parte de los ingleses era muy alto; pero ahora las cosas habían cambiado. Los británicos ofrecían mejores tratos, estaban más organizados, apoyados por el gobierno, mientras que los franceses estaban más preocupados de apoyar a la milicia que a los mercaderes. Además, los holandeses eran una gran amenaza: no intercambiaban las pieles por armas, pólvora o alcohol, sino por plata.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن