Ogichidaa - Guerrera

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No nos atrevimos a salir de la posada en un par de días. Permanecimos en el interior de la habitación, tumbadas la una junto a la otra, conversando hasta la madrugada como en los viejos tiempos. Jeanne sonreía ante mis bromas y me contaba anécdotas del pasado, las cuales, aunque ya las sabía de memoria, escuchaba con profusa atención. Nos alimentábamos de mutua melancolía, pero yo siempre advertía, en los segundos de silencio entre una réplica y otra, que sus ojos estaban teñidos de una insoldable tristeza. Captarla era fugaz, mas estaba ahí, a mi alcance. Debía de darle tiempo para sanar, sin embargo, me asustaba que no lo consiguiera. Era fuerte, solo tenía que confiar en ella.

Étienne pasaba largos ratos en nuestra compañía. No obstante, ni siquiera en los que estábamos a solas me atreví a confesarle por todo lo que habíamos pasado. Prefería olvidar la expresión apagada de aquel hombre tras recibir mi disparo. En los momentos en que Jeanne dormía y no había nadie con quien platicar, me sentaba sobre la alfombra y componía cartas imaginarias para Namid y Thomas Turner. El nudo en el estómago no desaparecía: la ausencia de noticias sobre su estado me atrofiaba los nervios. A veces también pensaba en Desagondensta y me rozaba los labios. Interiormente creía que seguía vivo y podría darle las gracias decentemente. ¿Cómo se encontrarían todos aquellos hombres que se habían tornado tan importantes en mi vida? Al escribir al mercader, una risita poblaba mis dientes; imaginaba que estaría peleándose con cualquier holandés para conseguir unas cuantas piezas de plata por sus pieles. Echaba de menos sus chanzas. Por el contrario, cuando escribía a Namid, me faltaban las palabras. Tachaba y tachaba continuamente emociones inútiles, vacías, incapaces de hacer justicia. Dejaba las misivas a medias, aunque carecía de dirección donde enviarlas, sumida en la pena y ansiedad.

Al sexto día, acompañado por un pequeño grupo de casacas azules, Antoine llegó a Cornwall. Étienne entró a trompicones y nos anunció la noticia. Desconocíamos exactamente cuándo arribaría y Jeanne, al no estar preparada de antemano para el encuentro, se incorporó en la cama con nerviosismo y me miró, insegura.

— No estoy lista.

Su sinceridad me conmovió. Vi cómo Étienne sonreía con ternura. Contemplar un amor tan puro, como una rosa sin espinas, me impulsó a asegurarle que todo iría bien.

— Os dejaré solas — cerró la puerta él.

La ayudé a vestirse con los ropajes de Térèse y cepillé su cabello hasta que brilló. Ella no sabía dónde poner las manos y observaba por la ventana con zozobra.

— ¡Está ahí! — se tapó la boca con las manos.

En efecto, así era. Lo vi descender del caballo y abrazar a Étienne con necesidad. Había adelgazado copiosamente y portaba las ropas sucias.

— ¡No estoy lista! — se levantó. Comenzó entonces a dar vueltas por la habitación —. No quiero verle.

En cierto modo comprendí sus sentimientos. No solo iban a volver a verse después de semanas, sino que lo ocurrido había cambiado las reglas del juego. Además, aquel sería el momento en el que Antoine conocería que él también había perdido a su hija.

— Jeanne, ven aquí — la atraje hacia a mí. Ella ya tenía los ojos llorosos. Sus manos temblaban —. Estás preciosa, como siempre. Amas a Antoine con todo tu corazón, no te preocupes por nada.

Una media sonrisa débil apareció en su rostro. Escuché botas subir los peldaños y después tocaron a la puerta. Ella me agarró de la mano con miedo.

— Todo irá bien — le susurré —. Adelante.

El primero en asomar la cabeza fue Étienne. No cabía en su alegría..., aunque deseara ocultarlo. Dio un par de pasos y miró a la persona que se había quedado quieta tras él, como un fantasma. "Antoine", musité con emoción. No podía creer que lo tuviéramos enfrente. El espacio que había entre su cuerpo y el nuestro se volvió tenso. No se atrevía a acercarse. Su imagen distaba de la que yo recordaba: los hombros caídos, la boca acongojada, los ojos ancianos. Entre mis pensamientos, alcancé a oír que Jeanne rompía a llorar. Noté cómo soltaba mi mano. Afanosos, los dos corrieron y se fundieron en un abrazo violento y torpe.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora