Zhoomiingweni - Él sonríe

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Como en trance, tuve que parpadear varias veces cuando él me soltó por completo. Desconocía cuánto tiempo había pasado. Los rayos de sol comenzaban a traspasar las nubes con timidez. Lo vi ponerse de pie con cierto desinterés y observó lo que se abría ante él con aquel ceño fruncido que nunca desaparecía. Al tenerle así, contemplé la considerable altura que poseía. La tensión de sus músculos se advertía por encima de la camisa de lino marrón que llevaba, abierta hasta el esternón, y los pantalones ocres de piel que le cubrían hasta el tobillo, ajustados. Se acomodó el jubón sobre el hombro y yo me incorporé sobre el barro. El reno había desaparecido, solo se oía a los cuervos revolotear entre las copas de los pinos. ¿Cuánto tiempo había pasado? Era como si hubiera caído dormida entre sus brazos. Repentinamente, recordé su voz y los temblores reaparecieron. La muñeca me dolía horrores y la palpé, morada e hinchada. Al extenderla, reparé lo mucho que estaba tiritando. Había olvidado el frío que tenía. El camisón, que me abrigaba como podía, estaba hecho jirones, lleno de sangre y fango. La herida de la rodilla no tenía muy buen aspecto.

Necesitaba regresar.

La calma que había sentido segundos atrás se transformó en un renovado pavor. Aquel salvaje se volvió para mirarme y no tardó en doblar las rodillas para situarse a mi altura. Instintivamente, me eché hacia atrás e intenté usar las manos para levantarme, pero la muñeca me produjo tal dolor que no pude evitar dejar escapar un jadeo. Sus ojos volvieron a acorralarme. Alzó las manos en son de paz, pero yo solo quería echar a correr, aunque careciera de direcciones, para huir de él. Con la tenue claridad de la mañana que se aproximaba, distinguí sus facciones con mayor perspicacia. La malformación de su labio me ocasionó una mueca de desagrado. Su piel era castaña cobriza y aumentaba el efecto ensordecedor de sus ojos dorados. En el centro de la frente, así como en la distancia que recorría su pómulo izquierdo, pasando por la nariz, hasta su pómulo derecho, tenía pintada una fina línea rojiza con pequeños triángulos que lo atravesaba de extremo a extremo.

Quiso asistirme, pero el chillido que emití lo paró. Sin embargo, tras observar el pésimo aspecto de mi muñeca, eludió mi miedo y casi me exigió enseñársela. La tomó entre sus manos, que también estaban pintadas con los mismos motivos, y la garganta se me encogió. La manoseó, haciéndome daño, y yo solo pude quedarme en silencio. Con agilidad, encontró el punto exacto del dolor. Pareció sopesar la gravedad y terminó por soltármela sin un ápice de preocupación. "No está rota", entendí. El ademán de su rostro era infranqueable, pero sus ojos mostraban respeto. ¿No le importaba nada de lo que había ocurrido? ¿Sus susurros? ¿Sus brazos? Actuaba como si nada relevante hubiera pasado. Sin embargo, no tardó en subir sus dilatados iris por mis piernas descubiertas. La camisola de dormir era casi transparente y, además, estaba rota hasta la altura de los muslos. Intenté socorrer mi desnudez, tapándome con las manos, pero me faltaban tela y dedos. Él dejó ir una risita antes de ponerse de pie. Desde allí, me ofreció ayuda para levantarme, pero la rechacé, girándole el rostro con la cabeza gacha. Aquello no borró la enigmática sonrisa de su rostro. Oculté mis molestias como pude y me levanté. Estaba muy mareada. ¿Cómo iba a salir de allí? Él parecía estar esperando a que le pidiera amparo. "¿Pretende llevarme de vuelta a casa?", me asombré. No podía ser. Era imposible.

Me estiré el camisón para que pudiera cubrirme un poco más, aunque resultó inútil, y le descubrí mirándome el cabello sin reparos. Sus ojos eran los de un cazador experimentado y me asustaron. Sin embargo, cuando le sorprendí haciéndolo, apartó la mirada de súbito. ¿Eso que había captado era un rastro de vergüenza? No tenía tiempo ni motivos para querer averiguarlo. Si Antoine y Jeanne se despertaban y no me encontraban en mi cama, los indios serían a los primeros que visitarían, pero armados. Toda la ciudad iría en mi busca. Aparte, debía alejarme de aquel salvaje lo antes posible, antes de que su amabilidad se transformara y mostrara su verdadera cara. Había tenido suerte. Nada más.

Me dispuse a caminar, fingiendo que sabía a dónde, pero su voz me detuvo. Serio, me señaló que estaba yendo en la dirección equivocada. ¿Cómo podía fiarme de sus indicaciones? Era altamente posible que quisiera guiarme lejos, donde nadie pudiera oírme, para llevarme a su tribu y desollarme. Sin mirarle, continué andando sin hacer caso de su advertencia. Con la ligereza de un gato, se situó delante de mí, cortándome el paso. Su expresión se había ensombrecido un tanto, impaciente. Volvió a señalarme la dirección correcta con el mentón. No pude mirarle directamente más de cinco segundos. Terminó por empujarme hacia atrás, sin cesar de mover el mentón. Aterrada, acaté sus directrices. Nunca una persona me había tratado con tanta brusquedad. Yo caminaba veloz, siguiendo el rumbo exacto que él me marcaba, pero en ningún momento se situó a mi altura, permaneció detrás, vigilándome. Otra vez sentía unas ganas asfixiantes de llorar. Por suerte, estábamos más cerca de la explanada que marcaba el inicio del bosque de lo que yo creía. No había logrado llegar muy lejos. Cuando salimos y pude ver mi casa, con sus paredes blancas, a lo lejos, entendí lo mucho que la había echado de menos. Ya no la detestaba tanto. Divisé el caballo de aquel indio, quieto, a pesar de que estaba sin atar. Era precioso. Totalmente marrón. Movió el hocico al ver a su amo. Yo, impetuosa por esconderme en casa, apreté el paso, como si no existiera. Ya no necesitaba su ayuda. De pronto, él me alcanzó en varias zancadas y me detuvo por segunda vez. "Va a llevarme con él", pensé, aterrada. Me habló con rudeza, señalando a su caballo. "Quiere que me monte en el caballo", me temblaron las piernas. Si lo hacía, no podría volver a casa junto a Jeanne. Del mismo modo que había hecho en el bosque, lo ignoré y le di la espalda para seguir caminando. Elevó el tono y volvió a ponerse frente a mí. Yo solo quería chillar y empujarle con todas mis fuerzas. Para mi sorpresa, me señaló la herida de la rodilla. Entreabrí los labios cuando comprendí que estaba intentando decirme que no quería que caminara con esas magulladuras. No podía ser. Era imposible. Movió el cuello hacia su caballo con exasperación. Podía alcanzar la casa andando en menos de diez minutos, no estaba tan lejos. ¿Estaba verdaderamente preocupado por mi pierna?

Era imposible. Era un salvaje. Pretendía engañarme.

No luchó por alcanzarme cuando eché a correr sin echar la vista atrás, rechazándolo. La rodilla palpitaba con dolor, pero me esforcé por no caer. Huyendo de él, miré un instante hacia el peligro que abandonaba, y descubrí unos ojos que me miraban con una mezcla de decepción y cariño. No se movió, pero esos ojos volvieron a clavarse en mí como la flecha que había acabado con la vida de aquella liebre.

Estaba mirándome.

Sonreía.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now