42 le dio la vuelta a la mujer para desabrochar mejor las botas y retrocedió enseguida, soltando un grito.

—¡Cállate! —le espetó Alice sin poder contenerse.

Cuando miró abajo, deseó no haberlo hecho. Alguien había disparado a esa mujer en la cara y ahora parecía cualquier cosa menos una persona. Solo un cráneo agujereado. Sintió una nausea subiendo por su garganta y se tapó la boca.

Pero no podían perder el tiempo, y menos después de ese grito.

—No la mires —le dijo a su compañera, recuperando la compostura—. Quítale las botas y ya está.

—No puedo... no...

—¡Hazlo de una vez!

No le gustó gritarle. Nunca había gritado a nadie. Pero al menos hizo que 42 reaccionara. Siguió llorando, pero al menos le quitó los zapatos.

Alice terminó de atarse las botas y la esperó. Cuando estuvieron listas, se ataron el pelo la una a la otra, como cada mañana. Alice agarró el revólver y respiró hondo. Fingió serenidad y, sin tener otra opción, bajaron al piso inferior.

Le sorprendió encontrar las luces encendidas y ningún cuerpo en el suelo. Aceleró el paso y miró en cada habitación —los científicos tenían habitaciones individuales—, pero no encontraba a nadie. Ese pabellón estaba vacío. 42 pareció relajarse un poco.

—¿Dónde crees que están? —le preguntó, como si Alice tuviera las respuestas que ella tanto quería.

—No lo sé.

Como si quisieran responder, escucharon un disparo en el patio delantero y las dos se quedaron pálidas. Bajaron rápidamente las escaleras. Alice apretó el arma entre las manos y se preguntó cómo funcionaría.

El piso inferior ya era el comedor, que estaba desierto y tranquilo. Lo cruzaron rápidamente y se asomaron a los ventanales del fondo. Alice era más alta, así que se puso de puntillas. 42 tuvo que subirse a una silla.

Había un grupo de gente vestida de gris ceniza que rodeaba a una hilera de gente vestida de blanco. Un vistazo fue suficiente para ver que los de blanco eran los científicos... o lo que quedaba de ellos.

Alice miró con más desesperación, buscando a su padre, pero no lo veía por ningún lado. Uno de los hombres de gris exclamó algo que no pudo entender y vio que cada persona de gris levantaba el arma y apuntaba a la cabeza de un científico.

Fue entonces, justo en ese momento, cuando vio a su padre. A su creador. Al padre John.

Estaba de rodillas mirando al hombre que le apretaba la pistola contra la frente. Sin embargo, en el último segundo, bajó la mirada y a Alice le pareció ver que sus ojos se cruzaban. Pero fue durante solo un segundo, porque entonces todos apretaron el gatillo a la vez.

Lo último que vio fue el cuerpo de su padre dar un espasmo y caer rendido al suelo.

Por un momento, no se movió, solo se quedó mirando por la ventana mientras los hombres de gris, impasibles, arrastraban los cuerpos hacia un lado y los empezaban a amontonar en un rincón del patio. El montón fue haciéndose más grande a medida que pasaron los segundos y ella siguió con la mirada clavada en su padre. No le veía la cara, y no estaba segura de si quería hacerlo, pero sí vio sus piernas siendo arrastradas hacia el montón por un hombre desconocido.

Se sentía como si estuviera flotando. El cuerpo de su padre empezó a desaparecer cuando amontonaron más sobre él. Y, justo en el momento en que volvía a la cordura, vio la cara del hombre que había dado la orden de disparar. Era el padre Tristan.

Apenas fue consciente de que estaban zarandeándola con violencia. Justo entonces, sintió un picor punzante en la mejilla y se llevó la mano ahí. Parpadeó, volviendo a la realidad. Le zumbaban los oídos.

42 estaba a su lado, tirando de ella en dirección a la cocina. Estaba llorando. Acababa de darle un bofetón, desesperada.

—¡Tenemos que irnos, 43!

Ella clavó los ojos una última vez en el padre Tristan y se dejó guiar hacia las cocinas, como si no pudiera terminar de entender lo que sucedía.

—¡No sé como salir! —42 estaba histérica.

Alice se llevó las manos a la cabeza. Le costaba concentrarse. Le costaba pensar. Parpadeó varias veces e intentó dejar de estar mareada. Sí, tenían que salir de ahí. Como fuera. Tenía que centrarse en eso. En nada más. En nadie más.

—Vámonos de aquí —murmuró, con voz ronca.

Las dos salieron de la cocina por la puerta trasera, que daba directamente a los patios del laboratorio. Los coches pequeños que utilizaban los padres para desplazarse de un lado a otro estaban desiertos. Eran una buena opción para salir de ahí.

Alice agarró de la mano a 42 cuando vieron un grupo de gente de negro dirigiéndose a las cocinas. Actuó tan valiente como pudo y se mantuvo firme hasta que llegaron a su altura. Los encabezaba una mujer, y ella la miró un momento cuando se cruzaron, pero con una mirada que daba a entender que era solo un gusano más. Alice leyó una placa en su pecho. Giulia.

Cuando desaparecieron en la cocina, aceleraron el paso hasta que se vieron a sí mismas corriendo. Alice abrió la puerta del conductor del más cercano. Estuvo a punto de reírse cuando vio que tenía las llaves en el contacto.

Pero... ¿cómo se usaba esa cosa? Puso las manos sudorosas en el volante. No se había dado cuenta hasta ese momento de que las tenía llenas de sangre. Intentó no pensar en ello.

—Tienes que apretar eso con el pie —señaló 42, para la sorpresa de Alice—. Y el otro creo que es para parar el coche.

No necesitaba gran cosa más, así que encendió el motor, que apenas hizo ruido, y sin encender las luces avanzó lentamente. Los primeros movimientos fueron bruscos, pero después se encontró a sí misma conduciendo como si hubiera estado haciéndolo toda su vida. 42 la miró, sorprendida, cuando ella cambió de marcha, pero no dijo nada. Alice avanzó hacia la desierta salida trasera y aceleró cuando abandonaron la zona.

Ninguna de las dos miró atrás.


Ciudades de Humo (¡YA EN LIBRERÍAS!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora