1 - 'Falsas apariencias'

Comenzar desde el principio
                                    

A veces, también, observaba la habitación. Dormía en el edificio principal, en la tercera planta. Tenían un pasillo solo para los androides con habitaciones iguales para cada grupo. Las dos primeras puertas eran para la primera generación, la de la derecha para los chicos y la de la izquierda para las chicas. Y así hasta llegar a las últimas. Alice pertenecía al grupo de la última puerta a la izquierda, junto con las chicas de su generación.

Las habitaciones eran bastante austeras. Eran cuadradas, las paredes estaban pintadas de blanco y tenían el suelo gris —Alice no conocía el nombre del material, pero no le gustaba, estaba bastante frío cuando ponía los pies descalzos en él por las mañanas—. Los únicos muebles eran las cinco camas repartidas para que cada una tuviera su propio espacio personal y la mesa que había junto a la puerta. Una mesa rectangular de metal en la que les ponían la ropa que debían llevar cada mañana.

Alice no entendía en qué momento ponían la ropa ahí. Ella era la primera que se despertaba y, aún así, no había conseguido verlo nunca.

Justo en ese momento, Alice percibió un movimiento por el rabillo del ojo. 42 se había despertado y se estiraba perezosamente. Era la androide con la que más había hablado en su vida, pero nunca mantenían conversaciones muy extensas. Se limitaban a hablar del maravilloso tiempo, de lo agradecidas que estaban a los padres por cuidarlas y de lo felices que eran, aunque esa felicidad nunca se reflejaba en los ojos de ninguna.

—Buenos días, 43 —le dijo 42 con la cabeza despeinada y una pequeña sonrisa.

—Buenos días —Alice le devolvió la sonrisa.

—Hace un día precioso.

Alice se percató del hecho de que 42 no había mirado por la ventana y, por lo tanto, no podía saber si realmente hacía un buen día o no.

—Sin duda —dijo, de todas formas.

Pareció que 42 iba a decir algo más, pero se detuvo cuando la sirena de buenos días empezó a sonar. Las demás se despertaron con el sonido, que se cortó al cabo de menos de un minuto, y Alice se puso de pie para ir a recoger su ropa con ellas.

Siempre era la misma indumentaria: un conjunto completamente blanco con una falda que les llegaba por las rodillas y una pieza superior que cubría su torso y su cuello, dejando los brazos al descubierto. Alice metió los pliegues de la parte superior en la falda y la alisó, de modo que no quedara ni una sola arruga. Podían castigarla si encontraban alguna. Eran muy estrictos en ese sentido. Bueno, y en todos los sentidos.

A ella solo la habían castigado una vez. No había sido nada muy grave, pero prefería no volver a vivirlo jamás. Era mejor portarse bien.

Tomó sus zapatos, que eran unas botas blancas sin ningún tipo de atadura que llegaban hasta los tobillos. Todas se ayudaron unas a otras a atarse el pelo de manera que quedara completamente recogido en una cola de caballo.

Tras eso, formaron una fila siguiendo el orden de sus números y salieron de la habitación para dirigirse al comedor, que era la sala más grande del lugar —después de la sala de conferencias, a la que acudían muy de vez en cuando, ya que rara vez tenían algo nuevo que contar—. Se sentaron con sus respectivas compañeras y cerraron los ojos, tomándose las manos.

Alice había oído que antes la gente se dedicaba a hacer eso para rezar a un dios o a más de uno, pero no estaba segura de qué era eso exactamente. Había partes de la cultura humana que seguía sin entender demasiado.

Seguramente, había gente que todavía lo hacía, pero era un tema prohibido en su zona. El silencio era, simplemente, una muestra de respeto por los padres, que les habían dado la vida sin pedir nada a cambio.

Ciudades de Humo (¡YA EN LIBRERÍAS!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora