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Dedicado a:

mrs_sassy

La princesa de Roma logró salir de aquella habitación en la que se había encerrado por tantos años.

Frente a ella posaban deliciosos manjares, entre ellos frutas exóticas y deliciosos vegetales, pero se negó a probar bocado. Miraba a su padre expectante, suplicando con la mirada que le diece explicaciones, que le dijera que Hazel no le había mentido y que habían encontrado a su hermano.

Al no obtener respuestas de este, puesto que el rey se limitó a agachar la mirada y posar sus ojos sobre el mantel de la mesa, Bianca miró a su madre con desespero y una naciente llama de esperanza, pero esta se negó a devolverle la mirada.

La pelinegra bufo(algo muy poco digno de una princesa, aunque nadie le reprochó) y recorrió con sus ojos el comedor, rastreando todo el lugar para encontrar a su hermano.

– No esta aquí – aclaró Hades para evitar que la esperanza en los ojos de su hija siguiera creciendo.

Bianca lo miró confundida y, al descifrar sus palabras, miró dolida a su hermana, se sintió traicionada. Hazel le hizo un gesto para que esperase y escuchara.

Hades volvió a tomar la palabra y la atención de su hija mayor.

– Sabemos donde esta, y quien los tiene pero...

– Disculpa? Cómo que "no sabemos quién lo tiene"– Interrumpió Bianca mientras su mente se llenaba de teorías.

El rey la miró con tristeza.

– Lo tiene los olimpianos...– Hades no pudo seguir dirigiéndole la palabra a su hija, puesto que ella se había levantado y abandonado el comedor.

Sus cabellos azabache flotaban detrás suyo, golpeando en ocasiones su espalda y golpeando de vez en cuando sus cachetes.

Abrió una gruesa puerta de madera con una pequeña cabeza de águila como decoración, y al entrar a la habitación detrás de la puerta se encontró con variadas espadas, lanzas, arcos y demás armas colgadas y esparcidas ordenadamente. Justo como lo recordaba.

Rechinó lo dientes y sonrió sin mostrar los dientes.

Los reyes de Olimpia habían despertado la furia de la heredera de Roma, y no sabían lo peligroso que aquello era.

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Jason susurraba frases tranquilizadoras sobre su oreja, cráneo un cosquillido que erizaba su piel, mientras envolvía con un brazo su cintura protectora mente y con la otra abría la puerta de su camarote.

El rubio lo guió hasta la única y de aspecto cómoda cama de la habitación.

Cuando su cuerpo tocó el mullido colchón le dieron unas enormes ganas de dejar caer su cuerpo sobre las sabanas y almohadas y dejar que el sueño lo lleve a un mundo mejor, pero decidió quedarse despierto por los preocupados ojos azules que lo miraban ansiosos.

– Éstas bien?– Preguntó el príncipe acariciando su espalda.

Leo se tensó momentáneamente ante su tacto, pero se relajó rápidamente al mirar los validos ojos del príncipe.

Asintió algo cansado, parpadeando lentamente y tratando de reunir energías.

Jason, al verlo allí, frente a él, sin nadie cerca que pudiera escucharlos, tomó la oportunidad para intercambiar algunas palabras con él y conocerle mejor.

A Leo le sorprendió la facilidad con la que pudo expresarse y hablar con Jason. Tanta fue su confianza luego de varias palabras que hasta se animó a contarle sobre su vida antes de que lo esclavizara, después de todo, ya no tenía nada que perder.

Solo la vida.

Pero... Qué era la vida sin libertad?.

Recordó a sus amigos, aquellos que llamaba hermanos, pero él sabía que ellos podrían vivir sin él.

Luego de algunas horas, tal vez dos, tal vez tres, Jason notó que Leo apenas podía mantener los ojos abiertos, sus párpados tratando de cubrir sus ojos mientras él se negaba a dejarlos caer, la manera en la que arrastraba las palabras, sus balbuceos y la falta de movimiento de sus normalmente inquietas manos.

El ojiazul sonrió enternecido por los intentos del menor por mantenerse despierto. Tomó a Leo por la cintura y lo apegó a sí mismo, dejó que la cabeza del rizado descansará sobre su hombro y que el esclavo enterrando su nariz en el cuello del príncipe.

– Dulces suelos, Leo.

El recién mencionado sonrió con las pocas fuerzas que le quedaban.

– Dulces sueños, principito.

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Uno de los  marineros arrojó el ancla sobre tierra olimpiana mientras otros dos colocaban una tabla que conectaba el barco con el muelle.

El pueblo no sabia lo que se esperaba.

Los reyes tampoco.


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