Todavía le costaba creer que la suerte, el destino, o como fuera que la gente quisiera llamarle a su desgracia, pudiera ser tan cruel. Si bien estaba convencido de haber averiguado la verdad sin ninguna ayuda, había decidido escuchar el consejo de su amigo. Comprobaría si estaba en lo correcto antes de tomar cualquier tipo de acción al respecto. Debía hablar con el señor Rodríguez cuanto antes. Aunque aún no se había cumplido el plazo estipulado por aquel hombre para que se encontraran de nuevo, el chico se saltaría las veinticuatro horas de espera restantes. Ya no tenía caso esperar más. Don Pedro jamás se hubiera imaginado que el chico descubriría tanto gracias al inusual hábito de Maia. Nadie creería que un concierto de violín en mitad de la noche llegaría a estar entre las principales fuentes de información para el joven Pellegrini.

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Cuando el teléfono en la oficina del abogado sonó, él levantó la bocina de manera mecánica y respondió con un saludo seco. Ese era el tono de voz usual que utilizaba para hablarle a la recepcionista. La mayoría de las veces era ella quien contestaba las llamadas y luego se las transfería. Nunca lo molestaba por naderías, pues solo le pasaba las que eran más relevantes. A pesar de ello, el jurista no podía evitar el fastidio que le causaban las interrupciones repentinas en sus labores. Sentía desgano hacia las pláticas poco útiles y eso siempre se reflejaba en su manera de contestar. No obstante, su mal humor cambió a un estado de sorpresa al conocer la identidad de la persona que le solicitaba un espacio para charlar. Empezó a deslizar los dedos una y otra vez sobre un bolígrafo con el objetivo de calmar sus repentinos nervios.

—Dígale al muchacho que puede pasar —indicó el hombre, al tiempo que aflojaba el nudo de su corbata.

Un par de minutos después, Darren ingresó a la estancia. Esta vez no se mostraba tan ansioso como en la ocasión anterior, pero la expresión sombría en su cara dejaba ver que todavía cargaba con una tonelada de emociones distintas luchando por adueñarse del puesto privilegiado en su mente.

—¡Buenos días, don Pedro! ¿Cómo le ha ido? —dijo el muchacho, haciendo un esfuerzo para sonreír con naturalidad.

—¡Hola, Darren! Estoy bien, gracias por preguntar... Pero conmigo no tienes por qué fingir que estás contento. Sé para qué viniste y no creo que eso te ponga de buen humor, ¿cierto? —contestó el señor Rodríguez, mientras lo miraba con fijeza a los ojos.

El joven giró la cabeza hacia la derecha y se quedó en silencio, viendo los dibujos en el piso por varios segundos. Su sonrisa fingida se deshizo y le abrió paso a un marcado fruncimiento del ceño.

—Tiene toda la razón. Es mejor ir al grano en casos como este... Estoy acá para que me diga cuál es el nombre de la hija de doña Julia Rosales —declaró el chico, sin atisbo alguno de duda en la voz.

El abogado soltó un largo resoplido al tiempo que se sostenía el tabique nasal con el índice y el pulgar izquierdos.

—Tu curiosidad es mucho más grande que tu cordura, ¿no es verdad? Antes que nada, por favor, dime algo. ¿Qué pretendes hacer en cuanto lo sepas?

—Para ser honesto, no tengo ni la más remota idea de lo que haré después. Solo sé que no voy a vivir tranquilo hasta que conozca todos los detalles relacionados con el día de mi accidente.

—Solo prométeme una cosa. Vas a ser sumamente prudente y no te vas a ir corriendo detrás de la chica para acosarla o amargarla. Ni siquiera es necesario que la busques. Ella no desea que lo hagas.

—Le juro que manejaré la información con cuidado y no molestaré a la chica. Usted sabe bien que soy una persona respetuosa.

—Sí, es verdad. Te conozco desde hace muchos años y sé que eres un buen chico, no me cabe duda.

Sonata de medianoche [De claroscuros y polifonías #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora