Capitulo 14° La estrella en la mira

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    Esto, cuando doña Bárbara viene, lenta, bajo la tenue sombra azul que proyectan los árboles. Y esto mismo cuando
se revuelve: la costa de monte, la noche callada, el río que se desliza sin ruido hacia otro río lejano, el graznido del
pájaro insomne que ya se ha perdido de vista, y la charla soñolienta de los palanqueros con los bogas: cosas graves que
han acontecido en las tierras bárbaras de los anchos y misteriosos ríos...
    Doña Bárbara no mira ni escucha nada más, porque para su conciencia y a no existe la ciudad que duerme sobre la
margen derecha; sólo atiende a lo que, de pronto, se le ha adueñado del alma: la fascinación del paisaje fluvial, la
intempestiva atracción de los misteriosos ríos donde comenzó su historia... ¡El amarillo Orinoco, el rojo Atabapo, el
negro Guainía!...
    Medianoche por filo. Cantan los gallos, ladran los perros de la población. Luego se restablece el silencio, y se oyen
volar las lechuzas. Ya no se habla en la balsa. Pero el río se ha puesto a cuchichear con las negras piraguas.
    Doña Bárbara se detiene y escucha:
    –Las cosas vuelven al lugar de donde salieron
    Era la decadencia que ya había comenzado. La mujer indomable que ante nada se había detenido, se encontraba
ahora en presencia de algo contra lo cual no sabía luchar. El tortuoso designio de Rincón Hondo ya había sido tirar
zarpazos a ciegas, y el impulso que la movió a hacer recaer sobre Balbino Paiba la muerte del Brujeador fue el punto de
partida de la capitulación definitiva.
    Presentía el fracaso de las esperanzas puestas en la entrega de sus obras, y el fatalismo del indio que llevaba en la
sangre la hacia mirar ya, a pesar suyo, hacia los caminos de renunciación. Las evocaciones del pasado, de su infancia
salvaje sobre los grandes ríos de la selva, fueron formas veladas de una idea nueva en ella: la retirada.
    No obstante, sobreponiéndose al momentáneo desaliento, decidió emprender el regreso al hato, con la carta en la
cual el comerciante a quien le entregó las plumas en nombre de Santos Luzardo, le participaba a éste haberlas recibido y
cotizado al precio del día, más alto que el que tenía la especie cuando Carmelito la hubiera entregado, y con la escritura,
redactada por su abogado, de la venta simulada que iba a proponerle, una vez más, a Luzardo, de las tierras altamireñas
que le arrebató en pleitos de mala ley. Cifraba en estos papeles las últimas esperanzas que le quedaban, aunque eran
esperanzas sin forma determinada, pues ya no aspiraba al amor que a tanto la moviera. De un momento a otro, ante el
paisaje fluvial, la imagen de Santos se había confundido en su mente con aquella borrosa, que conservaba de Asdrúbal,
y tan lejano como a éste veía ahora a aquél, sombra que se alejaba desvaneciéndose en la luz incierta de un mundo
irreal.
    Pero quería llevar a cabo lo que se había propuesto. Lo necesitaba, imperiosamente, porque un propósito trunco en
aquellos momentos sería el golpe de gracia para su razón de existir, ya vacilante.
    Comenzaba a reinar la sequía. Ya era tiempo de picar los rebaños que ignoraban el camino de los bebederos o lo
olvidaban en el tormento de la sed. Cangilones de caños ya enjutos atravesaban aquí y allá los pardos gamelotes, y a los
rayos ardientes del sol, bajo las costras blanquecinas de las terroneras, las pútridas ciénagas eran como úlceras
pestilentes que se cicatrizaban sin curarse. En algunas quedaba todavía un agua caliente y espesa, dentro de la cual se
pudrían reses que, enloquecidas por la sed, se habían precipitado a lo más hondo del bebedero, y allí, ahítas, infladas de
tanto beber, se atascaron y sucumbieron. Grandes bandadas de zamuros, ávidos de carroña, revoloteaban sobre aquellas
charcas. ¡La muerte es un péndulo que se mueve sobre la llanura, de la inundación a la sequía, y de la sequía a la
inundación!

    Crujían los chaparrales retostados, reverberaba la sabana dentro del anillo de espejismos que daban la ilusión de
remansos azules, aguas desesperadas para el sediento que marchara hacia ellas, siempre a la misma distancia, en el
ruedo del horizonte. Doña Bárbara cabalgaba, a marchas forzadas hacia el espejismo del amor imposible.
    Llegada al hato, donde a pesar de las fatigas del viaje y aunque ya se aproximaba la noche, no se detendría sino los
momentos necesarios para cambiar la bestia cansada, mudarse y adecentarse para la entrevista con Luzardo, que la
impaciencia no le permitía aplazar para el día siguiente, vio que los caneyes estaban desiertos, cerrada la cocina y
vacíos los corrales. Sólo Juan Primito andaba por allí.
    –¿Qué pasa aquí? –preguntó–. ¿Qué se ha hecho de la gente?
    –Se escabulleron todos –respondió el bobo, sin atreverse a acercársele, temeroso del arrebato de cólera que sus
palabras iban a provocar–. Dijeron que no querían servirle más a usted, porque ya usted y que no es la misma de antes,
y el día menos pensado los iba a ir entregando, atados codo con codo.
    Relampaguearon las miradas coléricas de la mujerona, y Juan Primito se apresuró a dar las otras noticias:
    –¿Sabe que se murió don Lorenzo?
    –Ya era tiempo. Mucho había durado. ¿Y ella? ¿Dónde está?
    –¿La niña Marisela? Otra vuelta en Altamira. Se la llevó el doctor para su casa, y según he oído decir, se va a casar
con ella en estos mismos días.
    Reapareció por completo en doña Bárbara la mujerona de los ímpetus avasalladores y, sin decir una palabra, con un
arrebato preñado de intenciones siniestras, volvió a montar a caballo y se encaminó a Altamira.
    Juan Primito se quedó haciéndose cruces, y luego, asaltado por su manía, corrió en busca de las cazuelas donde
acostumbraba ponerles de beber a los rebullones. Entretanto, al galope con que la bestia despeada, sacando fuerzas de
flaquezas, respondía al sanguinario apremio de los acicates, doña Bárbara, desvariando, también, monologaba en alta
voz:
    –¿Quiere decir que he perdido el tiempo al entregar mis obras? Pues las recojo otra vez, y con ellas, ¡hasta la tumba!
Pero veremos quién triunfa. Todavía no ha nacido quien pueda arrebatarme lo que ya he dicho que me pertenecerá.
¡Primero muerta que derrotada!
    Así llegó hasta las fundaciones de Altamira. Al favor de la obscuridad de la noche se acercó a la casa, y por la puerta
que daba al corredor delantero vio a Luzardo sentado a la mesa con Marisela.
    Ya habían concluido de comer; él hablaba y ella escuchaba, mirándolo embelesada, los codos sobre la mesa, las
mejillas entre las manos.
    Doña Bárbara avanzó hasta el alcance de un tiro de revólver. Detuvo el caballo. Despacio y con fruición asesina,
sacó el arma de la cañonera de la montura y apuntó al pecho de la hija, que hacía blanco a la luz de la lámpara.
    De pura luz de estrellas era la chispa que brillaba en la mira, entre la tiniebla alevosa, ayudando al ojo torvo a buscar
el corazón de Marisela; mas, como si en aquel diminuto destello gravitara todo el peso del astro de donde irradiaba, el
arma bajó sin haber disparado, y lentamente volvió a la cañonera de la montura. Puesto el ojo en la mira que apuntaba al
corazón de la muchacha embelesada, doña Bárbara se había visto de pronto a sí misma bañada en el resplandor de una
hoguera que ardía en una playa desierta y salvaje, pendiente de las palabras de Asdrúbal, y el doloroso recuerdo le
amansó la fiereza.
    Se quedó contemplando largo rato a la hija feliz, y aquella ansia de formas nuevas que tanto la había atormentado
tomó cuerpo en una emoción maternal, desconocida para su corazón.
    –Es tuyo. Que te haga feliz.
    ¡Por fin el amor de Asdrúbal, pura sombra errante a través del alma tenebrosa, se reposaba en un sentimiento noble!

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now