Capitulo 8° La gloria roja

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quien descargó sobre caminantes desprevenidos el golpe homicida fraguado por ella? ¿Y no era también Balbino Paiba
instrumento de sus tortuosas obras, su obra misma, cerrándole el paso hacia el buen camino?
    Ramalazos de cólera azotáronle el corazón, uno tras otro, durante aquellos tres días: contra el barragán, cuyo delito
le atribuía a ella Santos Luzardo; contra el espaldero siniestro, que guardaba el secreto de los que había cometido
mandado por ella; contra las mismas víctimas de su codicia y de su crueldad que se le habían atravesado en el camino,
poniéndola en el caso de tener que suprimirlos, y contra todos los que, como si no hubiese ya bastante con las obras
cumplidas, venían ahora a proponerle represalias: Balbino, Melquíades, cada uno de sus peones, gavilla de asesinos,
cómplices y hechuras suyas, cuyas miradas fijas en ella estaban diciéndole a cada rato:
    –¿Qué espera usted para mandarnos matar al doctor Luzardo? ¿No estamos aquí para eso? ¿No ha adquirido con
nosotros el compromiso de darnos sangre que derramar?
    Y Juan Primito se puso en marcha, camino de Altamira, con este recado para Luzardo:
    –Que esta noche, a la salida de la luna, estará esperándolo en Rincón Hondo una persona que tiene qué decirle a
propósito del crimen de El Totumo. Que si usted se atreve, vaya solo a oír lo que le dirá.
    Juan Primito fue y vino con la respuesta de Luzardo:
    –Dígale que está bien. Que iré solo.
    Esto fue en la mañana, y hacía poco que había llamado a Melquíades para decirle:
    –¿Recuerdas lo que me dijiste hace unos días?
    –Todavía lo tengo presente, señora.
    –Pues bien. Esta noche, a la salida de la luna, estará en Rincón Hondo el doctor Luzardo.
    –Yo se lo traeré aquí, vivo o muerto.
    Ya se aproxima la noche. Pronto se pondrá en camino el espaldero siniestro; pero todavía doña Bárbara no ha
logrado descubrir cuáles son los propósitos que con aquella emboscada persigue, ni con qué sentimientos espera la
aparición de la luna en el horizonte.
    Hasta allí, siempre había sido para los demás la esfinge de la sabana; ahora lo es también para sí misma: sus propios
designios se le han vuelto impenetrables.
    No dejó de ocurrírsele a Santos Luzardo que sólo en una cabeza ofuscada podía haber brotado la idea de invitarlo,
de manera tan absurda, a caer en una celada; pero él también daba muestras de haber perdido la cordura al decidirse a
aprovechar aquella ocasión para demostrarle a doña Bárbara que no ganaría nada con amedrentarlo, pues si no pudo
vindicar ante la justicia subordinada a la violencia sus derechos atropellados, sí sabría defenderlos en lo sucesivo con la
fiera ley de la barbarie: la bravura armada. Y con este temerario empeño, al atardecer de aquel día se aventuró solo,
camino de Rincón Hondo, adelantándose a la hora de la cita para burlar el golpe alevoso al amparo de la noche.
    Pero, en llegando a la vista del sitio, distinguió un jinete parado en la orilla del monte que bordeaba el solitario
rincón de sabana y se dijo:
    –Siempre se me adelantó.
    Luego descubrió que el jinete era Pajarote.
    –¿Qué haces aquí? –le preguntó al reunírsele, autoritariamente.
    –Voy a explicarle, doctor –respondió el peón–. Esta mañana, cuando se le arrimó Juan Primito a darle el recado,
malicié que no podía ser nada bueno y me le fui detrás, dejándolo que se alejara de la vista de usted, y luego le di
alcance y poniéndole el revólver en el pecho, nada más que para asustarlo, porque sé que él se echa a morir cuando ve
un revólver, lo obligué a que me repitiera el recado que le habían dado para usted. Por él supe que usted había

Lo único que hay es írsele alante y tirar la parada junto con él.
    –Has hecho mal en inmiscuirte en mis asuntos –repuso Santos secamente.
    –No le digo lo contrario, pero tampoco me arrepiento. Porque si a usted le sobra arrojo, creo que todavía le falta
malicia. ¿Sabe si es un hombre solo el que viene a hablar con usted?
    –Aunque sean varios. Retírate.
    –Mire, doctor –replicó Pajarote, rascándose la cabeza–. Peón es peón y le toca obedecer cuando el amo manda; pero
permítame que se lo recuerde: el llanero no es peón sino en el trabajo. Aquí, en la hora y punto en que estamos, no
habernos un amo y un peón, sino un hombre, que es usted, y otro hombre, que quiere demostrarle que está dispuesto a
dar su vida por la suya, y que por eso no ha buscado compañeros para venir a tirar la parada con usted. Ese hombre soy
yo y de aquí no me muevo.
    Conmovido por aquella ruda demostración de lealtad, Santos Luzardo se dijo que no era cierto que sólo la bravura
armada fuese la ley de la llanura y aceptó la compañía de Pajarote estrechándole en silencio la mano.
    Pajarote concluyó:
    –Y sírvale esto de experiencia, doctor: llanero puede ir solo a donde le dicen: «Venga acompañado»; pero la
viciversa, nunca. Y la picada alante. Ya he registrado todos estos montes. Todavía no han venido, pero no deben
demorar mucho. La entrada de ellos debe de ser por esta dirección adonde estamos mirando. Nos emboscaremos detrás
de estos saladillos, y cuando aparezcan, a conforme se presenten, así les saldremos, pero tumbando y capando, porque el
que pega primero, pega dos veces.
    Se emboscaron en el sitio elegido por Pajarote y allí estuvieron largo rato vigilando el boquerón de monte por
donde debían aparecer quienes vinieran de El Miedo, silenciosos bajo el impresionante ulular de los araguatos que
acudían en manadas a sus dormideros. Cerró por completo la noche, y ya empezaba a rayar el orto lunar en el confín de
la sabana, cuando surgió en el claro la silueta del Brujeador a caballo.
    –Viene solo, efectivamente, y yo estoy acompañado –murmuró Luzardo, haciendo un ademán de contrariedad.
    Y Pajarote para disiparle los escrúpulos:
    –Acuérdese, doctor, de lo que le acabo de decir: la picada alante, siempre. Ese hombre viene solo, si es que los
compañeros no están emboscados por ahí; pero ese es el Brujeador, a quien nunca lo mandan a conversar. Y si viene
solo, peor que peor, porque ése no anda nunca acompañado cuando lo mandan a desempeñar ciertas comisiones. Déjelo
que coja confianza y se salga al claro de sabana, para salirle nosotros. Aunque estoy por decirle que me lo deje de mi
cuenta. A ese espanto lo desvisto yo solo, con todo y la fama que tiene, porque otros más grandes me han dejado la
camisola entre las manos.
    –No –protestó Luzardo–. Ese hombre viene por mí y es a mí solamente a quien debe encontrar. Quédate tú aquí.
    Y se precipitó fuera de la mata a la sabana despejada.
    El Brujeador avanzó, al trote sosegado de su cabalgadura, pero de pronto se detuvo. Luzardo lo imitó, y así
estuvieron un breve rato, observándose a distancia, hasta que, como aquél parecía dispuesto a no proseguir, enardecido
Santos por la expectativa, espoleó el caballo y salvó el espacio que los separaba.
    Ya cerca del Brujeador, le oyó decir:
    –¿Luego a mí me han mandado para que usted y su gente me maten como a un perro? Si es así, salgan de eso de una
vez.
    Santos comprendió que Pajarote se había ido detrás de él a pesar de que le había ordenado permanecer oculto, y ya
volvía la cabeza para mandarlo retirarse, cuando vio brillar el revólver que el Brujeador sacaba de la cobija atravesada
sobre la montura.

    Con un rápido movimiento esgrimió el suyo. Sonaron disparos simultáneos, Melquíades se desplomó sobre el cuello
de la bestia, y ésta, espantándose, lo derribó por tierra, inerte, de bruces sobre la hierba.
    Y para Santos Luzardo, la fulgurante noción fue como un macetazo en la nuca: ¡había dado muerte a un hombre!
    Pajarote se le reunió, y después de haber contemplado un rato el cuerpo yacente, murmuró:
    –Bien, doctor, ¿qué hacemos ahora con este muerto?
    Largo rato invirtieron estas palabras, claramente percibidas, en penetrar hasta la sumidad donde se había refugiado
la conciencia de Santos Luzardo, y Pajarote be respondió a sí mismo:
    –Lo atravesamos sobre su bestia, ya lo arrebiato a la mía, y en llegando cerca de las casas de El Miedo, la suelto, la
espanto para allá y pego un leco: ¡ahí va lo que les mandan de Rincón Hondo!
    Saliendo de pronto de su estupor, Santos Luzardo se apeó del caballo.
    –Tráete acá la bestia de este bandido. Seré yo quien le llevará su cadáver a quien lo mandó contra mí.
    Pajarote lo miró de hito en hito. El acento con que habían sido pronunciadas estas palabras hacía extraña la voz de
Santos Luzardo, así como tampoco parecía suya la sombría expresión de fiereza que tenía pintada en la faz.
    –Haz lo que te ordeno. Tráete acá la bestia. Pajarote obedeció, pero cuando Luzardo se inclinaba para levantar del
suelo el cadáver, se interpuso, diciendo:
    –No, doctor. Eso no le corresponde a usted. Lléveselo a doña Bárbara, si quiere hacerle ese regalo; pero quien se
echa encima este muerto es Pajarote. Sujete usted la bestia mientras yo lo atravieso encima.
    Hecho esto, arrebiatada la bestia del Brujeador a la de Luzardo, Pajarote propuso, valiéndose de su baquianía, para
que no se negase a que lo acompañara:
    –Por aquí mismo debe de haber una huella de ganado que lleva ligerito a las casas de El Miedo. Vamos a irnos por
ella.
    Santos convino en que lo acompañara; pero, en llegando a la vista de la casa de doña Bárbara, díjole al peón:
    –Espérame aquí.
    Por fin y por encima de su voluntad empezaba a realizarse aquel presentimiento de una intempestiva regresión a la
barbarie que atormentó su primera juventud. Todos los esfuerzos hechos por librarse de aquella amenaza que veía
suspendida sobre su vida, por reprimir los impulsos de su sangre hacia las violentas ejecutorias de los Luzardos, que
habían sido, todos, hombres fieros sin más ley que la bravura armada, y por adquirir, en cambio, la actitud propia del
civilizado, en quien los instintos están subordinados a la disciplina de los principios, todo cuanto había sido obra ardua
y tesonera de los mejores años de su vida desaparecía ahora arrollado por el temerario alarde de hombría que lo moviera
a acudir a la celada de Rincón Hondo.
    No era solamente el natural escrúpulo de haber tenido que defenderse matando, el horror de la situación brutal que
lo pusiera en el trance de cometer un acto que repugnaba con los principios más profundamente arraigados en su
espíritu, sino el horror de haber perdido para siempre esos principios, de haber adquirido una experiencia definitiva, de
pertenecer ya, para toda la vida, al trágico número de los hombres manchados. Lo primero, el hecho mismo, aunque en
sus manos estuvo el evitarlo, tenía sus atenuaciones: fue un acto de legítima defensa, pues había sido Melquíades el
primero en hacer armas; pero lo segundo, lo que no fue acto de una voluntad ni arrebato de un impulso, sino
confabulación de unas circunstancias que sólo podían darse en el seno de la barbarie a que estaba abandonada la llanura:
el ingreso en la fatídica cifra de los hombres que han tenido que hacerse justicia a mano armada, eso ya no podía tener
remedios ni atenuaciones. Por el Arauca correría su nombre envuelto en la aureola roja que le daba la muerte del
temible espaldero de doña Bárbara, y de allí en adelante toda su vida quedaba comprometida con esa gloria, porque la
barbarie no perdona a quien intenta dominarla adaptándose a sus procedimientos. Inexorable, de sus manos hay que
aceptarlo todo cuando se le piden sus armas.

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