Capitulo 12° Los puntos sobre las haches

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viniendo de Marisela, la tranquilizadora persuasión de aquellas palabras había brotado de la confianza que ella tenía en
él, y esta confianza era algo suyo, lo mejor de sí mismo, puesto en otro corazón.
    Aceptó el don de paz y dio, en cambio, una palabra de amor.
    Y aquella noche, también para Marisela bajó la luz al fondo de la caverna.
    Estaban cortando sogas en el patio de los caneyes, ya al caer de la tarde, cuando Pajarote, después de haber dirigido
una mirada a la sabana, dijo:
    –Yo no sé cómo puede haber cristianos que les guste vivir entre cerros o en pueblos de casas tapadas. El Llano es la
tierra de Dios para el hombre de los demonios.
    Interrumpieron los demás el trabajo que hacían sus cuchillos en el cuero crudo y pestilente de donde sacaban tiras, y
se quedaron mirando interrogativamente al vaquero de las graciosas ocurrencias. Éste concluyó:
    –Pero si está clarito, como jagüey de medanal. En el llano se aguaita desde lejos y se sabe lo que viene antes de que
llegue, tan y mientras que en las tierras de cerrajones va uno siempre encunado entre las vueltas del camino, que son
como puntas de cachos, y si es en las casas tapadas, está el cristiano como los ciegos, que preguntan quién es después
que los han tropezado.
    Con una misma suspicacia todos dirigieron simultáneamente las miradas hacia la sabana y divisaron un jinete que
traía rumbo a las casas.
    Enterados del suceso de Rincón Hondo, los peones de Altamira habían estado esperando por momentos ver aparecer
en el horizonte la comisión que viniera a practicar el arresto del doctor Luzardo, y aunque no era presumible que a ello
viniese un hombre solo, la aparición de gente forastera tenía que inspirarles recelos.
    En cambio, Pajarote daba muestras de una despreocupación absoluta, entregado de nuevo a su trabajo y riéndose
para sus adentros del esfuerzo que les estaba costando a los compañeros distinguir quién era la persona que se acercaba.
Desde que apareció en el horizonte aquel jinete lo había estado observando de cuando en cuando, sin que los demás se
dieran cuenta, dispuesto a marcharse al escondite del monte tupido en cuanto descubriese indicios de que fuera gente
sospechosa; pero ya sus ojos, acostumbrados a las largas distancias de la sabana, habían reconocido en aquel forastero a
un peón amigo, de uno de los hatos del Arauca arriba, que días antes había pasado por allí hacia el pueblo cabecera del
distrito.
    –Es el mocho Encarnación –dijeron por fin aquéllos.
    Y Pajarote, con su hablar a gritos:
    –A buena hora lo descubren. Buenos para vigías están ustedes. Y eso que mi vale María Nieves se las echa de
anteojo de larga vista.
    –Los milagros que hace San Miedo –replica María Nieves–. Hasta los ciegos ven cuando deben alguna y están
esperando que vengan a cobrársela.
    –Tápate esa punta, zambo Pajarote. Mira que el catire te está tirando al bulto –díjole Venancio, excitándolo a la
réplica, como solía hacerlo para divertirse con las sátiras con que ellos acostumbraban zaherirse.
    Pero Pajarote no necesitaba que lo animaran:
    –De que es milagroso San Miedo, eso nadie lo duda; pero que este zambo sea tan cegato, eso todavía está por verse.
Por lo menos a mí no me ha pasado lo que le sucedió a un amigo mío, cabrestero y catire, por más señas, que por
encender un tabaco, una noche, lo cogieron encandilado como al cachicamo. No, no, por falta de miedo, porque llevaba
bastante el catire, según él mismo me lo ha contado, sino porque le faltó la malicia del zambo Pajarote, que cuando

viaja de noche y tiene que prender un tabaco, deja abierto un ojo solamente, para cuando se le encandile, poder seguir
sin tropiezo con la remonta del que tenía cerrado y ver clarito en lo obscuro.
    –¡Arrea, María Nieves! Mira que el zambo te va echando tierra –volvió a intervenir Venancio, aludiendo con tales
palabras a la maña que se daba Pajarote, cuando viajaba en verano, para ponerse a la cabeza de la cabalgata, y de ese
modo librarse de las polvaredas que levantaran las bestias de los demás.
    En cambio, durante el invierno procuraba siempre quedarse atrás a fin de que, al esguazar los caños crecidos, fueran
los que marchaban adelante quienes pasasen los trabajos, buscando los vados, y a este ardid se refirió María Nieves, al
replicar:
    –Ahora él va en la culata, esperando que otro encuentre el paso.
    Pero la réplica de María Nieves tenía un sentido que sólo Pajarote podía entender. De la explicación que éste le
diera del suceso de Rincón Hondo había deducido aquél que no fue la bala del disparo de Luzardo la que había dado
muerte al Brujeador, pero que si Pajarote no reclamaba esta gloria, por una delicadeza de bárbara hidalguía, pues se
trataba de una hazaña que muchos codiciaban, y no querían regateársela al doctor, también se la cedía porque a la hora
de las responsabilidades ante la ley, a Luzardo le sería más fácil salir impune.
    Ambos estaban acostumbrados a zaherirse sin consideraciones; pero Pajarote no esperaba que María Nieves le
saliese con aquello y se quedó desconcertado, lo cual hizo exclamar a los circunstantes:
    –¡Se aspeó el zambo! Aprovéchalo, catire. Naricéalo ahí mismo, que ya ése es tuyo.
    Pero María Nieves, comprendiendo que el juego había resultado pesado, respondió:
    –Mi vale sabe que yo y él no nos tiramos.
    Pajarote sonrió. Para los demás, María Nieves lo había derrotado; mas, para ellos dos, el amigo sabía que había sido
él quien «se pegó» al espanto de la sabana, y con ser el más hombrón entre los que estaban allí, lo admiraba y lo
envidiaba.
    Momentos después llegaba el mocho Encarnación al patio de los caneyes. Pajarote y María Nieves saliéronle al
encuentro, preguntando éste:
    –¿Qué lo trae por aquí, amigo?
    –Las ganas de dormir bajo techo, si aquí me lo permiten, y una encomienda que me dieron para el doctor. Una carta
del juez.
    –¡Ah, caramba! –exclamó Pajarote–. ¿De cuándo acá ha tenido usted necesidad de pedir permiso en esta casa para
colgar su chinchorro donde le dé gana? Apéese y acomódese donde más le guste y écheme acá esa carta que trae para el
doctor.
    Con ella en la mano se presentó ante Luzardo, diciéndole:
    –Ya como que reventó la cosa, doctor. Esto es del juez para usted.
    Era de Mujiquita, y refería acontecimientos insólitos.
    «Ayer se presentó por aquí doña Bárbara con las dos arrobas de plumas de garza que te fueron robadas en El
Totumo y declaró lo siguiente: que habiendo caído en sospechas de que el autor del crimen fuera un tal Balbino Paiba,
mayordomo de Altamira, al cual despediste a tu llegada a ésa, ordenó a varios de sus peones que lo vigilaran; que dos
de éstos, cumpliendo aquella orden, lo siguieron hasta el sitio denominado de La Matica y allí lo sorprendieron
infraganti desenterrando un cajón que resultó contener las plumas de referencia; que lo intimaron se diera preso, y como
hiciera armas contra ellos, dispararon sobre él y le dieron muerte, en seguida de lo cual, ella se puso en camino para
ésta, con el cuerpo del delito y a dar cuenta a la autoridad de lo sucedido, así como también de la muerte de Melquíades
Gamarra (a) el Brujeador, asesinado por el mencionado Paiba, pocos momentos antes del suceso de La Matica y a causa
de la misma vigilancia a que más arriba hago mención.»

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now