Capitulo 1° El espanto de la sabana

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    A Melquíades podían tenerlo trabajando todo el año sin paga, siempre que fuera en hacerle daño a alguien; pero en
cualquiera otra actividad, por bien recompensada que fuese, se aburría muy pronto. La más inocente de las ocupaciones
a que lo destinaba doña Bárbara era la de trasnochar caballos.
    Consistía esto en sorprender las yeguas dormidas al raso de la sabana y perseguirlas durante la noche, y a veces
durante días y noches consecutivos, de manera que se encaminasen hacia un corral falso, disimulado al efecto entre el
monte. De su condición de brujo y por haber sido él quien introdujo en la región este procedimiento que simplificaba las
faenas de la caza de mostrencos, decíase de este oficio, indiferentemente, trasnochar o brujear caballos.
    Con este trabajo nocturno era además muy fácil sacar los hatajos del fundo ajeno sin riesgo de ser descubierto.
    Los de Altamira descansaban de la persecución del Brujeador desde la llegada de Luzardo, a causa de la tregua que
doña Bárbara juzgó conveniente a sus planes de seducción, y ya Melquíades, en vista de lo mucho que se prolongaba
esta paz, en la cual se enmohecía, estaba pensando en irse de El Miedo, cuando Balbino le comunicó la orden de
ponerse de nuevo en actividad.
    –La señora le manda decir que se prepare para que salga a trabajar esta misma noche. Que en la sabana de Rincón
Hondo va a encontrar un buen hatajo.
    –¿Y ella viene de por esos lados? –preguntó Melquíades, quien nunca recibía de buen grado órdenes que le
transmitiera Balbino.
    –No. Pero usted sabe que ella no necesita ver las cosas con los ojos para saber dónde están.
    Era él mismo quien había visto hacía poco el hatajo a que se refería; pero dio aquella explicación porque así
procedían siempre los mayordomos de doña Bárbara, a fin de que no decayese un momento en el ánimo de los
servidores la creencia en sus facultades de bruja.
    Mas, en materia de brujería, a Melquíades no podían «irle con cuentos, porque él conocía la historia». No negaba
que la señora fuese hábil en algo de todo aquello que le atribuían, pero de ahí a que Balbino lo confundiera con Juan
Primito había alguna distancia. Ni necesitaba tampoco creer en aquellos poderes para servirle fielmente, porque él tenía
el alma del espaldero genuino, que no es un hombre cualquiera, sino uno muy especial, en quien tienen que encontrarse
reunidas dos condiciones que parecen excluirse: inconciencia absoluta y lealtad a toda prueba. Así le servia a doña
Bárbara, no sólo para aquello de brujear caballos, oficio que podía desempeñar otro cualquiera, sino para cosas más
graves, y sirviéndole así no lo animaba, propiamente, la idea de lucro, porque la espaldaría no es un trabajo, sino una
función natural.
    Balbino Paiba, en cambio, podría ser todo menos esto, pues no pensaba sino en sacar provecho, y era traidor por
naturaleza. Otra clase de hombres, por los cuales Melquíades sentía el más profundo desprecio.
    –Está bien. Si es orden de la señora, nos prepararemos para trabajar esta noche. Y como de aquí a Rincón-Hondo
hay un buen trecho y la hora es nona, vamos a ensillar de una vez.
    Cuando ya se ponía en camino, Balbino le salió al paso diciéndole:
    –Vea, Melquíades, si puede meterme unos mostrencos en el corral de La Matica. Es para ponerle un peine al doctor
Luzardo. Pero no le diga nada a la señora. Quiero darle una sorpresa.
    El corral de La Matica era el sitio donde Balbino encerraba las reses o bestias que le robara a doña Bárbara, y a estos
hurtos, por ser actos de mayordomo, llamábanlos en El Miedo: mayordomear.
    Nunca se había atrevido Balbino a hacerle tales proposiciones a Melquíades, y éste le respondió:
    –Usted como que se ha equivocado, don Balbino. A mí nunca me ha gustado mayordomear.

                                                               *
    En Rincón Hondo, en una represión de la sabana, encontró el Brujeador el hatajo que indicara el mayordomo. Era
muy numeroso y dormía al raso, confiado en el oído vigilante del padrote.
    Éste lanzó un relincho al sentir la proximidad del hombre, y las yeguas y los potros se enderezaron rápidamente.
Melquíades lo espantó de manera que huyese hacia los lados de El Miedo.
    Excitadas por el fulgor alucinante con que las lunas llaneras perturban los sentidos, desveladas y perseguidas por el
jinete silencioso que les inspiraba terror con su insistencia de sombra, las bestias comenzaron a galopar por la llanura,
mientras Melquíades, calada la manta para abrigarse del relente, las seguía al trote sosegado de la suya, seguro de que
más adelante iban a detenerse, creyéndose libres ya de la persecución.
    En efecto, así sucedía. Al principio, cuando les daba alcance, las encontraba ya echadas otra vez; pero a cada uno de
estos encuentros iba aumentando el terror de la yeguada, y ya no se atrevían a echarse, sino se detenían simplemente.
Las yeguas y los potros en un grupo inmóvil detrás del padrote, y con los pescuezos estirados y las orejas erectas, todos
miraban hacia aquella sombra que venía acercándose despacio, silenciosa, enorme. Y así durante toda la noche.
    Ya empezaba a despuntar el día, cuando Melquíades logró encaminar el hatajo por un rincón de sabana, en cuyo
extremo, disimulada entre las orillas del monte del boquete, que parecía ser la salida de la angosta culata, estaba la
manga del corral falso. Para que se precipitara por aquella única salida sin recelar el engaño, lo atropello corriéndolo y
gritándolo.
    Ya el hatajo había caído dentro de la manga en pos del padrote; pero éste, como advirtiese un trozo de palizada mal
disimulado entre el monte, se detuvo de pronto, y lanzando un relincho corto que la yeguada entendió, se revolvió hacia
la sabana abierta. Mas ya el Brujeador estaba encima y pudo atravesar la desbandada. Sólo el padrote y dos potrancas
lograron escaparse. Melquíades corrió el tranquero y se alejó de allí para que las bestias aprisionadas e inquietas fueran
sosegándose.
    Cuando ya se marchaba vio al padrote en el extremo opuesto del rincón de sabana, con el cuello erguido, mirándolo,
desafiador. Era el Cabos Negros.
    –¡Bonito animal! –exclamó Melquíades, deteniéndose a contemplarlo–. Y buen padrote. Es el hatajo más grande que
hasta ahora me he traído de por allá. Vamos a ver si lo puedo coger enamorándolo con sus mismas yeguas, porque como
que tiene ganas de venir a buscarlas.
    Pero el Cobos Negros no se había detenido sino para que se le grabara en la memoria la imagen del espanto de la
sabana, y, en habiéndolo mirado un rato, trémulo de coraje el haz de nervios bajo la piel luciente, rojas las pupilas,
dilatados los belfos, volvió grupa y se fue con las potrancas que lo acompañaban.
    –Ése vuelve –se dijo Melquíades–. Pero que venga otro de allá a ponerle el veladero. Yo hice ya lo que me
correspondía y ahora me toca dormir.
    El corral falso estaba en tierras de El Miedo y no muy lejos de las casas. Llegando a ellas, Melquíades se encontró
con Balbino, que estaba esperándolo para hacerle olvidar la imprudente proposición de la víspera, antes de que le
llevase el cuento a doña Bárbara. Lo recibió con demostraciones de una afabilidad inusitada entre ambos.
    Pero Melquíades le respondió con la sequedad habitual de las escasas palabras que se dignaba dirigirle.
    –Mande unos peones para que le pongan un lazo al padrote, que logró escaparse, y como que tiene ganas de venir a
buscar sus yeguas. Vale la pena tratar de ponerse en él porque es un caballo muy bonito que a la señora le gustará para
su silla.
    Más le estaba gustando ya a Balbino para la suya, sin conocerlo todavía. E inmediatamente se encaminó al corral
falso a armarle el lazo.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now