Capitulo 12° Algún día será verdad

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endurecida y rugosa. Así debe de estremecerse la sabana, cuando, un día, después de las quemas de marzo, siente que ha
amanecido toda verde.
    Le ha dejado también la emoción de unas palabras nunca oídas hasta entonces. Las repite y oye que le resuenan en el
fondo del corazón, y se da cuenta, a la vez, de que su corazón era algo negro, hondo, mudo y vacío. Pero algo sonoro,
también como el pozo que está junto a su casa, obscuro, profundo y con un espejo de agua allá adentro. ¡Es preciosa
esta criatura!... Y la voz resuena, honda, como en el pozo cuando se habla sobre el brocal.
    También fuera de ella, ya el mundo no es lo que hasta allí había sido: un monte intrincado donde recoger chamizas,
un palmar solitario donde era posible estar horas y horas tendida en la arena, inmóvil hasta el fondo del alma, sin
emociones ni pensamientos. Ahora los pájaros cantan y da gusto oírlos, ahora el tremedal refleja el paisaje y es bonito
aquel palmar invertido, aquel fondo de cielo que se le ha formado al remanso, ahora trasciende de los bejucos que se
vinieron enredados en el haz de chamizas de silvestre aroma de las flores del monte y es agradable aspirarlo. La belleza
no está en ella solamente; está en todas partes: en el trino que trae en la garganta la paraulata llanera, en la charca y su
orla de hierba tierna, en el palmar profundo y diáfano, en la sabana inmensa y en la tarde que cae dulcemente, dorada y
silenciosa. ¡Y ella no se había dado cuenta de que todo existía, creado para que lo contemplaran sus ojos!
    Por primera vez, Marisela no se duerme al tenderse sobre la estera. Extraña el inmundo camastro de ásperas hojas,
cual si se hubiese acostado en él con un cuerpo nuevo, no acostumbrado a las incomodidades; se resiente del contacto
de aquellos pringosos harapos que no se quitaba ni para dormir, como si fuese ahora cuando empezaba a llevarlos
encima; sus sentidos todos repudian las habituales sensaciones, que de pronto se le han vuelto intolerables, como si
acabase de nacerle una sensibilidad más fina.
    Además, la desvela el alma de mujer que acaba de despertársele, complicándole la vida, que era simple como la del
viento, que no sabe sino corretear por la sabana. Sentimientos confusos empiezan a moverse dentro de su corazón: hay
una alegría que tiene mucho de sufrimiento, una esperanza estremecida de temores, una necesidad de sacudir la cabeza
para ahuyentar una idea, y un quedarse inmóvil, en seguida, para que la idea vuelva. Hay muchas cosas más que ella no
alcanza a discernir.
    Ya está cantando el carrao, que anuncia la proximidad del día:
    –¡Arriba, Marisela! Está fresca el agua del pozo. La enfriaron las estrellas, que estuvieron pasando toda la noche
sobre el brocal. Todavía quedan algunas en el fondo. Anda. Sácalas con el cántaro y derrámatelas encima. Te dejarán
limpia, como siempre están ellas.
    A un mismo tiempo estaba saliendo el sol y poniéndose la luna, y el palmar se estremecía como un bosque sagrado
en el silencio del alba.
    El cántaro del pozo baja y sube sin descanso, y el agua subterránea que no conocía la luz, corre encandilada por el
núbil cuerpo desnudo.
    Grande fue la sorpresa de Antonio, cuando al día siguiente –como llevase a Santos a Macanillal para que viera cómo
venía avanzando el lindero de El Miedo– descubrió que la casa de los Mondragones había retrocedido a su primitivo
asiento.
    –La mudaron anoche –exclamó–. Miren por dónde venía ya el poste del lindero. Ahí está el hoyo todavía.
    –Bien –dijo Luzardo–. Ahora está en su sitio y por este respecto no tendremos dificultades, a lo menos por el
momento. Para evitar que en lo sucesivo pueda ser trasladada de la noche a la mañana echaremos una cerca por este
viento.

    –¿Quiere decir que va a aceptar ese lindero? ¿Va a quedarse con los pleitos que tan malamente le ha ganado doña
Bárbara?
    –Son hechos consumados que tienen ya autoridad de cosa juzgada. De muchas, si no de todas esas decisiones de los
tribunales, se habría podido apelar con éxito; pero no me supe ocupar de mis intereses... Además, tierras todavía hay
bastantes, a pesar de todo. Hacienda es lo que no veo. Apenas una que otra mancha de ganado.
    –Hacienda tampoco falta –replicó Antonio–. Lo que sucede es que se ha alzado casi toda. Son muchas las
cimarroneras que hay en Altamira, como ya le he dicho, porque nosotros, los poquitos amigos suyos que hemos
quedado por aquí, en vez de procurar que se acabaran las hemos fomentado. Era la única manera de salvarle el ganado:
dejarlo que se alzara todo. Aquí lo que hacía falta era amo, y ahora lo que se necesita es gente para trabajar.
    –Efectivamente, veo que Altamira se ha convertido en un verdadero desierto. Antes, por dondequiera había casas.
    –A los poquitos colonos que quedaban los mandó desocupar don Balbino al encargarse de la mayordomía, para que,
no habiendo en los linderos gente luzardera que vigilara, los vecinos se pudieran meter a la hora y punto que les diera
gana y arrear por delante todo el mautaje con que se tropezaran.
    –¿De modo que el enemigo no era solamente doña Bárbara?
    –Ella ha hecho con lo de usted todo lo que le ha pedido el cuerpo, como dicen; pero los otros también han
manoteado a su gusto. Así, por ejemplo, han acabado con los bebederos de Altamira y los han puesto donde mejor les
ha parecido, de modo que el ganado de acá vaya por sus propios pasos a caer en manos de ellos, porque en cada
bebedero de éstos encuentra usted al mediodía cuatro o cinco peones del hato respectivo cazando a lazo el ganado
luzardero. Eche la vista para allá. ¿Aguaita aquella mancha de hacienda? Todo ese animalaje va buscando los bebederos
del Bramador en tierras que fueron de aquí y hoy pertenecen a El Miedo, y orejano que pise la orilla del caño ya se
puede contar como perdido. Los mismos peones de doña Bárbara han picado el ganado en esa dirección hasta
acostumbrarlo, sin que nosotros hayamos podido impedírselo. Y si es el musiú del lambedero de La Barquereña, ¡no se
diga! El mister Danger de quien le hablé esta mañana. Ése le ha cogido todos los tiros al llanero bellaco, y res que pase
el boquerón de Corozalito no regresa más para acá. Yo creo que lo primero que hay que hacer es volver a poner los
tapices en los bebederos de antes y acostumbrar el ganado a que no busque los del vecino, y echar otra vez la palizada
que hasta en tiempos de su padre de usted tapaba el boquerón de Corozalito, para impedir que el ganado pase a
arrochelarse en los lambederos de La Barquereña. Si usted quiere, hoy mismo se puede proceder a abrir los hoyos para
la posteadura.
    –No hay que precipitarse. Antes necesito estudiar las escrituras de Altamira para determinar el lindero y consultar la
Ley del Llano.
    –¿La Ley del Llano? –replicó Antonio socarronamente–. ¿Sabe usted cómo se la mienta por aquí? Ley de doña
Bárbara. Porque dicen que ella pagó para que se la hicieran a la medida.
    –No tendría nada de extraño, según andan las cosas por aquí –dijo Santos–. Pero mientras sea ley, hay que atenerse a
ella. Ya se procurará reformarla.
    Aquella tarde, previo el estudio de los títulos de propiedad de Altamira y de la Ley del Llano, Santos envió aviso por
escrito a doña Bárbara y a mister Danger de que había resuelto cercar el hato, a fin de que procediesen en el término
legal a sacar los respectivos ganados que pastasen en sabanas altamireñas, pidiéndoles, al mismo tiempo, permiso para
retirar los suyos de las de El Miedo y del Lambedero.
    El mismo Antonio llevó las cartas y por el camino se hizo estas reflexiones:
    –A doña Bárbara como que le robaron sus reales. Esto de la cerca, que está en su ley, no me gusta mucho; pero
menos le va a gustar a ella. Algún día tenía que venir quien le metiera los bichos en el corral.
                                                              *

    Al anochecer del siguiente día partió Santos en compañía de Antonio, rumbo a Mata Luzardera, y después de haber
cabalgado durante dos horas por sabanas trajinadas, comenzaron a atravesar un campo intrincado de mastrantales secos
y escobares amargos, por donde no había huellas de ganado.
    Tras el monte obscuro de la mata se elevaba el disco de la luna esparciendo una melancólica claridad sobre el vasto
campo enmarañado.
    Antonio puso su bestia al paso, y después de recomendarle a Luzardo silencio y cautela, subieron a la loma de un
médano.
    –Ponga cuidado –díjole el caporal–. Ya va a escuchar lo que no se habrá imaginado siquiera.
    Y haciendo de sus manos portavoz, lanzó desde lo alto del médano un grito agudo que barrenó el silencio de la
noche.
    Inmediatamente se levantó un vasto rumor creciente, y todo el amplio espacio que desde aquella altura se dominaba
se agitó y retembló bajo el tropel de numerosos rebaños salvajes.
    –¡Escuche! –exclamó el peón–. Estos son millares y millares de orejanos que no conocen al hombre. Hace más de
siete años que no entran caballos en este paño de sabana. Y esto que está oyendo es nada comparado con otras
cimarroneras que hay más adentro, hacia el Cunaviche A pesar de todo, Altamira aguanta todavía. Las cimarroneras han
sido la salvación; pero ahora hay que acabar con ellas. Yo tengo ganas de empezar a darle unos choques a esta rochela,
si le parece. Por el momento nos hacen falta sogueros especiales, porque no todos saben trabajar cimarrones; pero yo sé
dónde los hay y los puedo hacer venir. Además, me parece que sería conveniente volver a fundar las queseras, que antes
las hubo y daban muy buenos resultados. La quesera es conveniente no sólo porque es una entrada de plata más, sino
porque sirve para el amansamiento del ganado, que el de aquí es demás de bravo y es mucha la bestia que mata en el
trabajo.
    Estas razones prácticas eran motivo suficiente para que se procediese a la fundación de las queseras; pero Santos
Luzardo vio también algo más, de un orden diferente y tan interesante para él como el económico; todo lo que
contribuyese a suprimir ferocidad tenía una importancia grande para su espíritu.
    Finalmente, de otra conversación con el mismo Antonio, al día siguiente se le ocurrió la idea, ya más de acuerdo con
el plan civilizador de la llanura.
    –Hoy cachilapiamos unos cincuenta orejanos en una sola pasadita de lazo –díjole Sandoval.
    Cachilapear, es decir, cazar a lazo el ganado no herrado que se encuentre dentro de los términos del hato, es la
pasión favorita del llanero apureño. Como en aquellas sabanas sin límite las fincas no están cercadas, los rebaños vagan
libremente, y la propiedad sobre la hacienda es una adquisición que cada dueño de hato viene a hacer, o en las vaquerías
que se efectúan de concierto entre los vecinos, y en las cuales aquél recoge y marca con su hierro cuanto becerro
desmadrado y orejano caiga en los rodeos, o fuera de ellas, en todo momento, por derecho natural de brazo armado de
lazo. Esta forma primitiva de adquirir –única que puede prevalecer dentro de las condiciones del medio, y que las
mismas leyes sancionan, con la sola limitación de la extensión de tierras y número de cabezas que para el efecto se
deben poseer– tiene, sin embargo, algo del abigeato originario. Y de aquí que no sea solamente un trabajo, sino un
deporte predilecto del hombre de la llanura abierta, donde la fuerza es todavía derecho.
    Haciéndose estas reflexiones, Santos Luzardo concluyó:
    –Todo eso perjudica el fomento de la cría porque destruye el estímulo, y todo eso desaparecería con la obligación
que las leyes de llano les impusieran a los propietarios de cercar sus hatos.
    Antonio objetó:
    –Puede que usted tenga razón, pero para eso sería menester cambiar primeramente el modo de ser del llanero. El
llanero no acepta la cerca. Quiere su sabana abierta como se la ha dado Dios, y la quiere, precisamente, para eso: para

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