Capitulo 10° Entregando las obras

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    Entretanto, mister Danger, a solas y entre carcajadas:
    –Ya Juan Primito estará llegando a El Miedo con el cuento de lo que ha oído. Ahora doña Bárbara va a querer que
Balbino parta con ella las plumas. ¡Pobrecito Balbino!
    Y después de este saludable ejercicio de buen humor, se durmió tranquila y profundamente, como en vida del
cunaguaro, después de los retozos sobre la estera.
    Hacia rato que se habían escuchado en el profundo silencio de la noche las detonaciones de los disparos de Rincón
Hondo, y todavía Bárbara, pendiente de lo que allí hubiera sucedido y echando de menos aquella extraordinaria facultad
de intuición de los sucesos lejanos que se le atribuía, se paseaba sumamente agitada de un extremo al otro del corredor,
explorando a cada momento las tinieblas de la sabana, cuando llegó Juan Primito con la noticia, entre ahogos de haberla
traído en carrera:
    –En la Matica, al pie de un paraguatán, están enterradas las plumas.
    Y en seguida pasó a explicar cómo lo había descubierto; pero apenas hubo comenzado, cuando doña Bárbara, que ya
le prestaba poca atención, se precipitó fuera del corredor, a tiempo que los perros salían también, ladrando, al encuentro
de un jinete que traía una bestia arrebiatada a la suya.
    –¿Melquíades? –inquirió.
    –No es Melquíades –respondió Santos Luzardo, y deteniendo su caballo, comenzó a desamarrar el arrebiate con la
misma calma trágica con que, trocadas las suertes, lo hubiera hecho el Brujeador.
    Bárbara avanzó hasta reunírsele, y después de haber echado una rápida mirada al cadáver del espaldero, como a cosa
sin importancia, la fijó en aquel, que sólo atendía a la operación que ejecutaban sus manos. Aquella mirada expresaba
estupor y admiración a la vez. La nueva faz imprevista de la personalidad del hombre deseado, revolvía y mezclaba en
un solo sentimiento monstruoso todo lo que en ella pudiera haber de amor y de anhelos de bien.
    –Ya sabía que usted vendría a traerlo –murmuró.
    Santos volvió bruscamente la cabeza. Acababa de explicarse el tortuoso designio de la mujerona: había querido
deshacerse del espaldero, cómplice de sus crímenes, y lo había mandado a Rincón Hondo para que él le diese muerte; lo
había convertido, pues, en instrumento suyo y ahora tenía la avilantez de hacérselo comprender. Moralmente, ya él
pertenecía a la gavilla de asesinos de la cacica del Arauca.
    Por un momento lo asaltó el impulso de precipitarse sobre ella, tirándole encima la bestia para que la arrollara y la
pisoteara en el suelo; pero en seguida se le deshizo en brusco abatimiento la fiereza que le hervía en el pecho, y
arrojándole a los pies la falseta del caballo del Brujeador, tiró de la rienda del suyo y partió, sombrío, repitiéndose la
reflexión que acababa de hacerse: no la gloria roja de los dominadores a sangre y fuego habíale dado el suceso de
Rincón Hondo, sino la triste fama de asesino ejecutor de los designios de la mujerona.
    Largo rato estuvo el caballo del Brujeador con su carga macabra atravesada sobre la montura, quieto y con la cabeza
vuelta hacia doña Bárbara cual si esperase la determinación que ella debía tomar. Asimismo, los perros, después de
haber olfateado los pies y manos péndulos del cadáver, se habían quedado inmóviles, en un grupo expectante,
pendientes del rostro del ama. Pero como ésta permaneciera absorta, mirando hacia donde ya se había hundido en la
noche la sombra de Santos Luzardo, la bestia decidió encaminarse al caney sillero, paso a paso, como para no sentir el
trágico péndulo que llevaba encima, y los perros se fueron detrás gruñendo.
    Doña Bárbara continuó inmóvil, pero ya había desaparecido de su rostro aquel aire de estupor y de admiración con
que se quedara mirando a Luzardo, y ahora su frente ceñuda denunciaba un sombrío trabajo del pensamiento.
    Una vez más parecía como si su instinto la hubiera guiado certeramente, pues, a pesar de la manera absurda con que
fue urdido el plan de Rincón Hondo, había resultado lo que más conviniera a sus designios. No porque aquella solución
fuese, en realidad, la que ella hubiese perseguido, pues en éste, como en casi todos sus planes, no hubo sino
simplemente provocación impulsiva de un resultado cualquiera, golpe a salga lo que saliere, para ponerle término a una
situación complicada. Pero, como siempre le acontecía, en presencia del resultado fortuito se engañaba a sí misma
diciéndose que así lo había previsto, que eso era lo que buscaba.
    Por una parte, presa de sentimientos contradictorios respecto a Luzardo: pasión amorosa y deseos de venganza, y
por otra, rabioso despecho ante la fatalidad de las obras cumplidas que por dondequiera le salían al paso, cerrándole el
camino, urdió la celada de Rincón Hondo sólo por provocar los acontecimientos fortuitos: muerte de Luzardo o del
Brujeador, soluciones, ambas, de las cuales dependía su suerte.
    Cierto era que ahora tenía en sus manos la de Santos Luzardo, pues con acusarlo de haber dado muerte a Melquíades
y con poner en juego un poco de su ascendiente entre jueces y autoridades de la región, bastábale para arruinarlo y
llevarlo a un presidio; pero esto sería la renuncia definitiva al buen camino, la vuelta a las obras cumplidas, de cuya
fatalidad quería librarse.
    Ya había comenzado a entregarlas: los Mondragones, abandonados a su suerte; Melquíades, atravesado sobre aquel
caballo...
    El alboroto de la peonada interrumpió sus cavilaciones. Del plan de los caneyes venia uno de los vaqueros a darle la
noticia.
    Al volverse vio a Juan Primito, que había presenciado todo aquello desde el corredor, horrorizado, haciéndose
cruces, y con una súbita ocurrencia le dijo:
    –Tú no has visto nada. ¿Sabes? Vete de aquí inmediatamente y cuidado como se te ocurra hablar de lo que has visto.
    A grandes zancadas el bobo se perdió en la obscuridad de la sabana, y doña Bárbara, como si ignorase el
acontecimiento y con la habitual impasibilidad con que sabía ocultar sus impresiones, oyó lo que le refirió el vaquero y
luego se dirigió al caney.
    Despertados por las voces del peón que había visto llegar el caballo con el Brujeador muerto encima, los demás
vaqueros, las mujeres de la cocina y los muchachos de unos y otras, éstos medio adormilados todavía, formaban rueda
en torno a la bestia, haciendo comentarios y profiriendo exclamaciones; pero al reunírseles doña Bárbara, enmudecieron
y se quedaron mirándola, pendientes del mínimo gesto de su rostro enigmático.
    Se acercó al cadáver, y después de haber visto que tenía una herida en la sien izquierda, de la cual manaba un hilo de
sangre negra y espesa, dijo:
    –Apéenlo y pónganlo en el suelo para ver si tiene otras heridas.
    Así se hizo; pero mientras uno de los peones registraba el cadáver, ella parecía atender, más que a la operación, al
designio que le ensombrecía la faz.
    –La de la sien solamente –dijo, por fin, el peón enderezándose–. Una herida muy noble que seguramente lo mató en
seco.
    Y otro comentó:
    –Buen ojo tiene el que lo tiró, pero se conoce que no estaba cara a cara con él. Seguramente lo estaba cazando detrás
de algún palo.
    –O bien al lado suyo –repuso doña Bárbara, volviéndose a mirar al peón que había formulado el comentario.
    –También sirve –murmuró el vaquero, aceptando aquella interpretación que le imponía quien no necesitaba haber
presenciado las cosas para saber cómo habían sucedido.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now