Capitulo 8° La doma

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    –¿Y desbancaste? –preguntó Antonio.
    –Tanto como usted que no estaba por todo aquello. Me los rasparon seguiditos, porque esos demonios de las casas
de juego ni a las ánimas respetan. Me fui a dormir silbando iguanas, y de regreso por Ajirelito, le dije al muerto: «Ya
usted sabrá que no se nos dio la parada, socio. Otro día será. Aquí le traigo este regalito.» Y le encendí una vela –¡de a
locha!– que era toda la luz que, cuando más iban a dar aquellos cuatro fuertes, si hubieran caído en manos del cura.
    Largas risotadas celebraron la bellaquería de Pajarote. Luego se comentaron los milagros recientes del Ánima y,
finalmente, cada cual volvió a meterse en su chinchorro.
    Reina el silencio en el caney. La noche ha avanzado bastante, y la luna ahonda las lejanías de las sabanas. En las
ramas del totumo el gallo sueña con gavilanes, y su voz de alarma despierta y alborota el gallinero. Los perros, que
duermen echados en el patio, levantan las cabezas, enderezan las orejas; pero como sólo oyen el vuelo de las lechuzas y
de los murciélagos en torno al higuerón, vuelven a meter los hocicos entre las patas. Muge una res en la majada.
Distante, se oye el bramido de un toro que tal vez ha venteado el tigre.
    Pajarote, que ya estaba cogiendo el sueño, exclama:
    –¡Toro viejo! Falto de caballo y de soga. ¡De hombre no, porque yo estoy aquí!
    Uno ríe y otro se pregunta:
    –¿Será «el Cotizudo»?
    –Falta que estaba haciendo –respondió Antonio.
    Después no habló más.
    La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Ésta acecha por
todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el
gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
    El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa
locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el
trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en
la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante
y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza
absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre!
    Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos,
como la voluntad.
    –¡Alivántense, muchachos! Que ya viene la aurora con los lebrunos del día.
    Es la voz de Pajarote, que siempre amanece de buen humor, y son los lebrunos del día –metáfora ingenua de
ganadero poeta– las redondas nubecillas que el alba va coloreando en el horizonte, tras la ceja obscura de una mata.
    Ya en la cocina, un mecho de sebo pendiente del techo alumbra, entre las paredes cubiertas de hollín, la colada del
café, y uno a uno van acercándose a la puerta los peones madrugadores. Casilda les sirve la aromática infusión, y, entre
sorbo y sorbo, ellos hablan de las faenas del día.
    Todos parecen muy esperanzados; menos Carmelito, que ya tiene ensillado el caballo para marcharse. Antonio dice:
    –Lo primero que hay que hacer es jinetear el potro alazano tostado, porque el doctor necesita una bestia buena para
su silla, y ese mostrenco es de los mejores.
    –¡Que si es bueno! –apoya Venancio, el amansador.
    Y Pajarote agrega:

    –Como que el don Balbino, que de eso sí sabe y no se le puede quitar, ya lo tenía visteado para cogérselo.
    Mientras Carmelito, para sus adentros:
    –Lástima de bestia, hecha para llevar más hombre encima.
    Y cuando los peones se dirigieron a la corraleja donde estaba el potro, detuvo a Antonio y le dijo:
    –Siento tener que participarte que yo he decidido no continuar en Altamira. No me preguntes por qué.
    –No te lo pregunto, porque ya sé lo que te pasa, Carmelito –replicó Antonio–. Ni tampoco te pido que no te vayas,
aunque contigo contaba, más que con ningún otro; pero si te voy a hacer una exigencia. Aguárdate un poco. Un par de
días no más, mientras yo me acomodo a la falta que me vas a hacer.
    Y Carmelito, comprendiendo que Antonio le pedía aquel plazo con la esperanza de verlo rectificar el concepto que
se había formado del amo, accedió:
    –Bueno. Voy a complacerte. Por ser cosa tuya, me quedo hasta que te acomodes, como dices. Aunque hay cosas que
no tienen acomodo en esta tierra.
    Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a
mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure; el talisayo insaciable les
arrastra el manto de oro del ala ahuecada, y una a una las hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos.
En el paloapique de la majada, una paraulata rompe su trino de plata. Pasan los voraces pericos, en bulliciosas
bandadas; más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de coroceras; más arriba todavía, las
garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje algarabía de las aves que doran sus alas en la tierna luz del
amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya se dispersan los rebaños bravíos y galopan las yeguadas cerriles saludando
al día con el clarín del relincho, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos
Luzardo contempla el espectáculo desde el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados
sentimientos se le ponen al acorde de aquel bárbaro ritmo.
    Voces alteradas, allá junto a la corraleja, interrumpieron su contemplación:
    –Ese mostrenco pertenece al doctor Luzardo, porque fue cazado en sabanas de Altamira, y a mí no me venga usted
con cuentos de que es hijo de una yegua miedeña. Ya aquí se acabaron los manotees.
    Era Antonio Sandoval, encarado con un hombrachón que acababa de llegar, y le pedía cuentas por haber mandado a
enlazar el potro alazano, del cual poco antes le hablara el amansador.
    Santos comprendió que el recién llegado debía de ser su mayordomo Balbino Paiba y se dirigió a la corraleja a
ponerle fin a la pendencia.
    –¿Qué pasa? –les preguntó.
    Mas, como ni Antonio, por impedírselo el sofocón del coraje, ni el otro, por no dignarse dar explicaciones,
respondían a sus palabras, insistió, autoritariamente y encarándose con el recién llegado:
    –¿Qué sucede? Pregunto.
    –Que este hombre se me ha insolentado –respondió el hombretón.
    –¿Y usted quién es? –inquirió Luzardo, como si no sospechase quién pudiera ser.
    –Balbino Paiba. Para servirle.
    –¡Ah! –exclamó Santos, continuando la ficción–. ¡Conque es usted el mayordomo! ¡A buena hora se presenta! Y
llega buscando pendencias en vez de venir a presentarme sus excusas por no haber estado aquí anoche, como era su
deber.
    Una manotada a los bigotes y una respuesta que no estaba en el plan que Balbino se había trazado para imponérsele
a Luzardo desde el primer momento.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now