Capitulo 8° Candelas y retoños

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    –Que me arde la garganta de tanto panal que he comido.
    Y Genoveva concluye:
    –Eso malo tiene la miel de las aricas. Es muy dulce, pero abrasa como un fuego.
    Ya se había escuchado, allá en el fondo de las mudas soledades, el trueno que anuncia la proximidad del invierno; ya
estaban pasando hacia el Occidente las rumazones de nubes que van a condensarse sobre la Cordillera, donde
comienzan las lluvias que luego descienden a la llanura, y ya estaba el fusilazo del relámpago al ras del horizonte en las
primeras horas de la noche. El verano empezaba a despedirse con el canto de las chicharras entre los chaparrales
resecos, amarilleaban los pastos hasta perderse de vista, y bajo el sol ardoroso se rajaban como fauces sedientas las
terroneras de los esteros. La atmósfera, saturada del humo de las quemas que comenzaban a propagarse por las sabanas,
se inmovilizaba en calmas sofocantes durante días enteros, y sólo a ratos, como anhelosos resuellos de fiebre, soplaban
breves ráfagas ardientes.
    Aquella tarde había llegado a su apogeo la modorra de la canícula. La reverberación solar poblaba de espejismos la
sabana, y en la abrumadora quietud del desierto sólo se movía la vibración del aire enrarecido, cuando, de pronto, y a
tiempo que los pastos se abatieron al soplo de una racha huracanada, empezó a suceder algo extraño: bandadas de aves
palustres que volaban hacia el sotavento lanzando graznidos de pánico, numerosas yeguadas, reses sueltas o en
madrinas que corrían en la misma dirección, unas, rumbo a los corrales del hato, otras, hacia el horizonte abierto, en
precipitada fuga.
    Ya para abandonarse al sopor de la siesta a la sombra del corredor delantero de la casa, como advirtiese aquel raro
movimiento del bestiaje, Santos Luzardo se preguntó en alta voz:
    –¿Por qué vendrá el ganado buscando loa corrales a estas horas?
    Y Carmelito, que ya por dos veces se había acercado hasta allí a explorar la sabana como si esperase algo, explicó:
    –Es que ha venteado la candela. Mire. Por allá, detrás de aquella punta de mata viene reventando el fuego. Por aquí
detrás ya se ve también la humareda. Todo eso viene ardiendo de Macanillal para acá.
    Ideas rudimentarias, profundamente arraigadas en el hombre de los campos venezolanos, e impotencia de los
escasos pobladores de la llanura ante la enormidad de las tierras que reclaman sus esfuerzos, aconsejan el empleo del
fuego, cuando ya se avecinan los primeros aguaceros del año, como único medio eficaz para que renazcan vigorosos los
pastos agotados por la sequía y para destruir el gusano y los garrapatales arruinadores del ganado, y es costumbre, casi
obligación de solidaridad, que todo llanero le pegue candela a los pajonales secos que encuentre a su paso, así
pertenezcan a fincas ajenas.
    Pero Santos no había permitido que se hicieran tales quemas en Altamira, por considerar perjudicial el rudimentario
procedimiento del fuego, y contra las opiniones de Antonio Sandoval se empeñó en hacer la experiencia de recurrir a la
rotación de los rebaños, para acabar con los garrapatales, y de esperar a que los pastos se renovasen por sí solos cuando
comenzaran las lluvias, para comparar los resultados, mientras estudiaba la manera de introducir un sistema racional de
cultivos de las praderas.
    Debido a esto, seco todo Altamira, el fuego tenía que propagarse con violencia, y, en efecto, a poco, el rojo anillo se
corrió por el horizonte, y cundió en obra de momentos por todo el vasto paño de sabana. Los chaparrales oponían acá y
allá una desesperada resistencia; pero se precipitaban sobre ellos las llamas girando y silbando enfurecidas, se
encrespaban en la refriega, se empenachaban de negras humaredas, resonaba el tiroteo del estallido de los bejucos, y
cuando ya aquel núcleo de resistencia había desaparecido, el fuego victorioso volvía a cerrar filas y proseguía el avance
rápido, amenazando rodear las casas. Éstas no corrían peligro, gracias a los contrafuegos naturales de los medanales y

paraderos de ganado que las circundaban; pero el aire ardiente que soplaba sobre ellas se hacía irrespirable por
momentos.
    –Parece que esto hubiera sido hecho de propósito –observó Santos.
    –Sí, señor –murmuró Carmelito–. Estas candelas como que no vienen para acá por cuenta de ellas solas.
    Era el único peón que estaba por allí. Los demás, incluso Antonio Sandoval, se habían ido después del almuerzo a
continuar la batida de los caños poblados de caimanes, y se había quedado rondando en torno a la casa, como si montara
guardia, porque un veguero, con quien se encontró de camino la noche anterior, le había comunicado que, estando en la
pulpería de El Miedo, oyó conversar a los Mondragones de algo que por allá se fraguaba contra Altamira para el día
siguiente. Se reservó la noticia porque quería darle a Santos, él solo, una prueba inequívoca de su lealtad. Pero sin hacer
ostentación de ella.
    –Por muchos que sean los que vengan de allá –se había dicho– entre el doctor y yo, él con su rifle y yo con mi
recortado, no los dejaremos acercarse.
    Pero ahora acababa de comprender que eran aquellas candelas lo que debía venir de El Miedo, y se dijo:
    –Menos mal, porque a éstas las atajan los peladeros de la sabana.
    Las atajaron, en efecto, pero cuando roto en lenguas errantes por los medanales y abandonado del viento en la calma
del atardecer se extinguió por fin el incendio, el vasto paño de sabana carbonizado, que se extendía hasta el horizonte
bajo un cielo fuliginoso, era un paisaje fúnebre iluminado por una hilera de antorchas agonizantes, allá en Macanillal,
donde habían sido plantados los postes para la cerca. Fue la rebelión de la llanura, la obra del indómito viento de la
tierra ilímite contra la innovación civilizadora. Ya la había destruido y ahora reposaba como un gigante satisfecho,
resollando a rachas, que levantaban torbellinos de cenizas.
    Pero, al día siguiente y durante varios consecutivos, el incendio reapareció por distintos puntos. Las cimarroneras,
desalojadas de sus breñales, se regaron por todas partes, aumentando el peligro a que se exponían los sabaneros en el
apresurado pique de los rebaños para conducirlos a comederos inaccesibles al fuego; se dio el caso de que se atarrillaran
hatajos enteros de bestias salvajes en la huida continua, y el ganado manso que no se alzó al contagio de los cimarrones
regresaba por las tardes a los corrales extenuado y hambriento. Sólo se salvaron del fuego aquellos paños de sabana que
estaban defendidos por los caños que surcaban la finca; pero costó trabajos inauditos lograr que se refugiara en ellas la
hacienda que no se hubiera dispersado por los hatos vecinos.
    –Esto es obra de doña Bárbara –afirmaban los peones de Altamira–. Aquí nunca se habían visto quemazones como
ésta.
    Y Pajarote propuso:
    –Dénos permiso, doctor Luzardo, y un par de cajas de fósforos, que es todo lo que necesitamos yo y mi vale María
Nieves para pegarle fuego a El Miedo por los cuatro costados.
    Pero, una vez más, el enemigo de las represalias replicó:
    –No, Pajarote. Procuremos capturar a los culpables si realmente los hay, para remitírselos a las autoridades a fin de
que se les aplique el castigo consiguiente.
    Y hasta Lorenzo Barquero, saliéndose de su habitual ensimismamiento, aconsejó las represalias:
    –¿Si es que los hay, dices? ¿Dudas todavía de que todo esto no sea obra de tu enemiga? ¿No es de los lados de El
Miedo de donde viene el fuego?
    –Sí. Pero para hacer una acusación de esa naturaleza necesito estar seguro y hasta ahora no tengo sino simples
presunciones.

    –¿Acusación? ¿Y quién ha dicho que se necesita acudir a las autoridades? ¿No eres un Luzardo? Haz lo que siempre
hicieron todos los Luzardos: mata a tu enemigo. La ley de esta tierra es la bravura armada; hazte respetar con ella. Mata
a esa mujer que te ha jurado la guerra. ¿Qué esperas para matarla?
    Era la brusca rebelión del hombre, el rencor de largos años sepultados dentro del alma envilecida, algo viril, por fin,
brutal; pero con todo, menos innoble, menos abyecto que aquella relajación de la dignidad que lo había hecho
entregarse al alcohol para olvidar su miseria. Ya esta saludable reacción había comenzado desde los primeros días de su
estada en Altamira, pero hasta entonces no se había atrevido a hacer la más remota alusión a doña Bárbara. Su
conversación giraba exclusivamente dentro de los recuerdos de su época de estudiante y en la minuciosidad que ponía
en estas evocaciones, citando nombres y señales fisonómicas de sus enemigos de entonces y puntualizando los mínimos
detalles de las cosas o sucesos a que se refiriera, se advertía cierto angustioso empeño. A veces se le iban de pronto las
ideas hacia el tema que no debía ser tratado; pero cortaba a tiempo las frases, y para que Santos no advirtiese la solución
de continuidad, se perdía en divagaciones desconcertantes y en circunloquios plagados de contrasentidos, dando con
todo esto la impresión de que las ideas corrieran por entre los escombros de su cerebro, como sombras locas,
buscándose y evitándose al mismo tiempo. Ahora, por primera vez aludía a la mujer causante de su ruina, y Santos le
vio brillar en las pupilas una ferocidad delirante.
    –No es para tanto, Lorenzo –díjole, y en seguida, para desviar el enojoso asunto–: Cierto es que el fuego viene de El
Miedo, pero también es verdad que de algún modo soy culpable, pues si no me hubiera opuesto a las quemas parciales
establecidas por la costumbre, todas las sabanas no habrían ardido a la vez. El ensayo de rotación de los pastos ha sido
una innovación que había de resultarme cara: la llanura ha campado por los fueros de la rutina.
    Pero ya Lorenzo Barquero tenía una pasión cuya enardecedora intensidad podía suplir la falta del latigazo del
alcohol cuando le fallara la voluntad de reconstruir su vida y le parpadeara la luz de la inteligencia, produciendo aquella
danza de sombras locas que se buscaban y se evitaban a la vez por entre los escombros de su cerebro, y fue inútil que
Santos se empeñara en disuadirlo de aquella idea homicida.
    –No. Déjate de frases. Aquí no hay sino dos caminos, matar o sucumbir. Tú eres fuerte y animoso y podrías hacerte
temible. Mátala y conviértete en el cacique del Arauca. Los Luzardos no fueron sino caciques, y tú no puedes ser otra
cosa, por más que quieras. En esta tierra no se respeta sino a quien ha matado. No le tengas grima a la gloria roja del
homicida.
    Entretanto, en El Miedo, también retoñaban las viejas raíces. Después de aquel fracasado intento de reconstrucción
de su vida, la tarde de la entrevista con Luzardo, doña Bárbara había pasado días de humor sombrío, entregada a
maquinar venganzas terribles, y noches enteras en el cuarto de las conferencias con «el Socio»; pero como éste no
acudiera al conjuro, su irascibilidad era tal, que nadie se atrevía a acercársele.
    Interpretando esto como signo de una guerra definitivamente declarada a Santos Luzardo, Balbino Paiba fraguó el
plan de las quemas de Altamira para recuperar los perdidos favores de la amante, anticipándose a los designios que le
atribuía, y encargó la ejecución a los Mondragones supervivientes, que otra vez habitaban la casa de Macanillal y eran
las únicas personas que en El Miedo obedecían órdenes suyas; pero como mantuvo en secreto su iniciativa por aquello
del «Dios libre a quien se atreva contra Santos Luzardo», doña Bárbara, a su vez, interpretó los incendios que asolaban
Altamira como obra de los «poderes» que la asistían, puesto que la destrucción de la cerca con que Luzardo pretendía
ponerle limites a sus desmanes no había sido realización de un deseo suyo, y se apaciguó con la confianza de que así
caerían, a su debido tiempo, las otras vallas que la separaban del hombre deseado, y que, cuando ella lo quisiese, ése iría
a entregársele con sus pasos contados.
    Realmente, parecía como si una influencia maligna reinara en Altamira. Después de la afanosa brega del día,
picando los ganados sedientos para acostumbrarlos a los bebederos que no se hubieran secado, exponiendo la vida entre

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now