Capitulo 13° La Dañera y su sombra

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    Cerca de la anochecida, al dirigirse a la cocina para prepararle la comida a Santos, ya al entrar, Marisela oyó que la
india Eufrasia le decía a Casilda.
    –¿Para qué iba a ser, pues, ese empeño de Juan Primito en que el doctor se dejara medir? ¿A quién puede interesarle
esa medida si no es a doña Bárbara, que es voz corriente que se ha enamorado ya del doctor?
    –¿Y tú crees en eso de la medida, mujer? –replico Casilda.
    –¿Que si creo? ¿Acaso no he visto pruebas? Mujer que se amarre en la cintura la medida de un hombre, hace con él
lo que quiera. A Dominguito, el de Chicuacal, lo amarró la india Justina y lo puso nefato. En una cabuya le cogió la
estatura y se la amarró a la pretina. ¡Y se acabó Dominguito!
    –¡Mujer! –exclamó Casilda–. Y si tú crees eso, ¿cómo no le dijiste al doctor que no se dejara medir por Juan
Primito?
    –Sí, lo pensé; pero como el doctor no cree en esas cosas y estaba tan divertido con los disparates del bobo, no me
atreví. Mi idea era quitarle a Juan Primito la cabuya, pero me echó tierra en los ojos, como dicen, y cuando fui a
buscarlo, ¡ni el polvo! Lejos debe de ir ya, aunque eso fue ahorita. Porque cuando él dice a caminar, no hay quien lo
siga.
    Aquello era de lo más burdo y primitivo que en materia de superstición pudiera darse; pero Marisela se estremeció
al oírlo. A pesar del empeño que había tomado Santos en combatirle la creencia en supercherías, y aunque ella misma
aseguraba que ya no le prestaba crédito, la superstición estaba asentada en el fondo de su alma. Por otra parte, las
palabras de las cocineras, oídas conteniendo el aliento y con el corazón por salírsele del pecho, habían convertido en
certidumbre las horribles sospechas que ya le habían cruzado por la mente: su madre, enamorada del hombre a quien
ella amaba.
    Ahogó la exclamación de horror que iba a escapársele, tapándose la boca con la mano trémula y se le olvidó el
propósito que la había llevado a la cocina. Atravesó el patio en dirección a la casa, se revolvió una y otra vez anduvo y
desanduvo el trayecto, cual si las horribles ideas, repudiadas de la conciencia, se convirtieran todas en movimientos
automáticos.
    En esto vio llegar a Pajarote. Le salió al encuentro preguntándole:
    –¿No ha visto por el camino a Juan Primito?
    –Me crucé con él más allá del alcornocal. Ya debe de estar llegando a El Miedo, porque iba como alma que lleva el
diablo.
    Pensó un instante, y en seguida dijo:
    –Necesito ir ahora mismo a El Miedo. ¿Quiere acompañarme?
    –¿Y el doctor? –objetó Pajarote–. ¿No está aquí?
    –Sí. En la casa está. Pero él no debe saberlo. Me iré escondida. Ensílleme la Catira sin que nadie se dé cuenta.
    –Pero, niña Marisela... –objetó Pajarote.
    –No. Es inútil, Pajarote. No pierda su tiempo tratando de hacerme desistir. Es necesario que yo vaya a El Miedo
ahora mismo. Si usted no se atreve a acompañarme...
    –No me diga más nada. Ya voy a estar ensillando la Catira. Espéreme detrás del topochal y así no la verán salir.
    Algo mucho más grave se imaginó Pajarote, y por eso y porque Marisela había dicho: «si usted no se atreve», se
decidió a acompañarla sin más averiguaciones. Todavía no había nacido quien pudiera decir: a esto no se atreve
Pajarote.
    Al abrigo del topochal se alejaron de las casas sin ser vistos, cuando ya empezaba a cerrar la noche. El deseo de no
tener que encararse con la madre le hizo decir a Marisela:

    –¿Cree usted que si apuramos alcanzaremos a Juan Primito antes de que llegue?
    –Aunque trocemos las bestias no lo alcanzaremos –respondió Pajarote–. Con la ventaja que nos lleva y el tamaño de
las zancadas, si no ha llegado todavía, será muy poco lo que le falte.
    En efecto, en aquel momento llegaba Juan Primito a El Miedo. Encontró a doña Bárbara sentada a la mesa. Estaba
sola, pues hacía varios días que Balbino Paiba, temeroso de provocar con su presencia la ruptura ya inminente, no se
dejaba ver por allí.
    –Aquí tiene lo que me encargó –dijo Juan Primito sacándose de la faltriquera el ovillo de cordel y poniéndoselo en
la mesa–. Ni le falta ni le sobra un pelito.
    En seguida refirió las mañas que tuvo que darse para tomarle la medida a Luzardo.
    –Bien –díjole doña Bárbara–. Puedes retirarte. Pide en la pulpería lo que quieras.
    Y se quedó pensativa, contemplando aquel pedazo de cordel pringoso que tenía algo de Santos Luzardo y que debía
traerlo a caer entre sus brazos, según una de las convicciones más profundamente arraigadas en su espíritu. Ya los
apetitos se habían convertido en pasión, y puesto que el hombre deseado que debía de ir a entregársele «con sus pasos
contados» no los encaminaba hacia ella, de la tiniebla del alma supersticiosa y bruja había surgido la torva resolución de
apoderarse de él por artes de ensalmadora.
                                                              *
    Entretanto, ya Marisela se acercaba a la casa. Rompiendo por fin el caviloso silencio en que hizo el trayecto, díjole a
Pajarote:
    –Necesito hablar con mi madre. Llegaré sola hasta la casa. Usted se queda un poco más acá, de modo que si me veo
en un apuro, oiga cuando lo grite.
    –Si así lo dispone usted, así será –respondió el peón complacido en el coraje de la muchacha–. Y no tenga cuidado
que no tendrá que gritarme dos veces.
    Se detuvieron al abrigo de unos árboles. Marisela bajó del caballo y avanzó resuelta al hilo del paloapique de la
majada.
    Un instante, apenas, le flaqueó la voluntad al atravesar el corredor de aquella casa que por primera vez visitaba. El
corazón parecía habérsele paralizado, y las piernas le vacilaban. Estuvo a punto de que se le escapara el grito convenido
con Pajarote; pero ya estaba en el umbral de aquella pieza, sala y comedor a la vez.
    Doña Bárbara acababa de levantarse de la mesa y había pasado a la habitación contigua.
    Repuesta de su turbación, Marisela adelantó la cabeza. Dio un paso y otro y otro, sigilosamente y mirando en
derredor. El golpe del corazón le retumbaba dentro del cráneo, pero ya no tenía miedo.
    En la habitación de los conjuros, ante la repisa de las imágenes piadosas y de los groseros amuletos, donde ardía una
vela acabada de encender, doña Bárbara, de pie y mirando el guaral que medía la estatura de Luzardo; musitaba la
oración del ensalmamiento:
    –Con dos te miro, con tres te ato: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo» ¡Hombre! Que yo te vea más
humilde ante mí que Cristo ante Pilatos.
    Y deshaciendo el ovillo, se disponía a ceñirse el cordel a la cintura, cuando de pronto se lo arrebataron de las manos.
    Se volvió bruscamente y se quedó paralizada por la sorpresa.
    Era la primera vez que se encontraban frente a frente madre e hija desde que Lorenzo Barquero fue obligado a
abandonar aquella casa. Ya sabía doña Bárbara que Marisela era otra persona desde que estaba en Altamira, pero a la
sorpresa de la aparición intempestiva se añadió la que le produjo la hermosura de la hija, y esto no le permitió
precipitarse sobre ella a recuperar el cordel.
    Ya iba a hacerlo, pasado el momentáneo desconcierto, cuando Marisela volvió a detenerla, exclamando:

DOÑA BARBARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora