Capitulo 5° La hora del hombre

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    –Calumnia, o lo que sea, ya te he dicho lo que tenía que decirte: de mí no se burla nadie. De modo que no se te
ocurra volver por Paso Real.
    Y le dio la espalda, diciéndose mentalmente:
    –Ya éste no verá el hoyo donde va a caer. En efecto, Balbino Paiba se quedó haciéndose estas reflexiones:
    –Yo hice muy bien las cosas. Con una sola piedra maté dos pájaros. Los joropos de Paso Real me sirvieron para ir y
venir hasta El Totumo sin despertar sospechas y para que ésta volviera al comedero empujada por los celos. Ahora
vuelvo a ser yo el gallo que canta en el patio de El Miedo; pero si ella se va a dar sus artes para hacerse rogar, yo
también me voy a dar las mías. Yo hice muy bien las cosas: de Rafaelito no quedó ni rastro, porque lo que no le gustó al
caimán le gustó a la caribera del Chenchenal, y ahora él es quien va a cargar con la muerte del hermano y con el robo de
las plumas. Mientras tanto, ahí bajo la tierra están seguras, y puedo esperar a que pase el tiempo para ir vendiéndolas a
pitos y flautas, y mientras tanto, el negocio de El Miedo andando.
    A la vez, doña Bárbara diciéndose por allá:
    –Dios tenía que ayudarme. Apenas me había empezado a preguntarme: ¿quién habrá sido el asesino?, viene este
vagabundo a contarme el cuento con el crimen pintado en la cara. Ahora lo vajeo hasta que descubra dónde tiene
escondidas las plumas, y una vez que estén en mis manos las pruebas suficientes, lo amarró codo con codo y se lo
entrego al doctor Luzardo, para que haga con él lo que le dé gana.
    A todo esto estaba dispuesta: a entregar sus obras y a cambiar de vida, porque ya no la impulsaba un capricho
momentáneo, sino una pasión, vehemente como lo fueron siempre las suyas y como naturalmente lo son las pasiones
otoñales, pero en la cual no todo era sed de amor, sino también ansia de renovación, curiosidad de nuevas formas de
vida, tendencias de una naturaleza vigorosa a realizar recónditas posibilidades postergadas.
    –Seré otra mujer –decíase una y otra vez–. Ya estoy cansada de mí misma, y quiero ser otra y conocer otra vida.
Todavía me siento joven y puedo volver a empezar.
    Tal era la disposición de su ánimo, cuando dos días después, de regreso a la casa, y al atardecer, divisó a Santos
Luzardo, que volvía del pueblo.
    –Espérame aquí –dijo a Balbino, en cuya compañía siempre procuraba estar ahora, y atravesando un gamelotal que
le separaba del camino que traía Luzardo, le salió al paso.
    Lo saludó con una leve inclinación de cabeza, sin sonrisas ni zalamerías, y lo interpeló:
    –¿Es cierto que han asesinado a dos peones de usted que llevaban para San Fernando la cosecha de la pluma?
    Después de haberle dirigido una mirada despectiva, Santos le respondió:
    –Absolutamente cierto y muy estratégica su pregunta.
    Pero ella no atendió al final de la frase por formular ya otra interrogación:
    –¿Y usted qué ha hecho?
    Mirándola fijamente a los ojos y martilleando las palabras, aquél le contestó:
    –Perder mi tiempo pretendiendo que la justicia podría cumplirse; pero puede usted estar tranquila por lo que
respecta a las vías legales.
    –¡Yo! –exclamó doña Bárbara, enrojeciendo súbitamente, cual si la hubiesen abofeteado–. ¿Quiere decir que
usted?..
    –Quiero decirle que ahora estamos en otro camino.
    Y espoleando el caballo prosiguió su marcha, dejándola plantada en medio de la sabana.
    Momentos después Santos Luzardo irrumpía en la casa de Macanillal, revólver en mano.

    Estaba la casa en el mismo sitio donde mandara a reponerla doña Bárbara, pero no donde en estricta justicia debería
estar, pues también había sido arbitraria la decisión del juez al establecer aquel lindero.
    Hallábanse los dos Mondragones, supervivientes de aquella temible trinidad de hermanos, entretenidos en apacible
plática, meciéndose en sus chinchorros, cuando Santos, sin darles tiempo a que se armasen, les intimó la rendición.
Cruzaron entre sí una mirada de inteligencia, y el apodado Tigre dijo con alevosa mansedumbre:
    –Está bien, doctor Luzardo. Ya estamos rendidos. ¿Qué hacemos ahora?
    –Pegarle fuego a la casa –y arrojándole a los pies una caja de fósforos–. ¡Vamos!
    La orden era imperiosa, y a los Mondragones no se les escapó pensar que quien se la daba era un Luzardo, hombres
que nunca habían esgrimido un arma para amenazas que no se cumplieran.
    –¡Caramba, doctor! –exclamó el León–. Esta casa no es de nosotros, y si le pegamos fuego, nos la va a cobrar doña
Bárbara con daños y perjuicios.
    –Eso corre de mi cuenta –respondió Santos–. Procedan sin chistar.
    En esto, el Tigre había logrado escurrirse hacia el sitio donde estaba un rifle, y ya se abalanzaba a cogerlo, cuando
un disparo certero de Luzardo, alcanzándolo en un muslo, lo derribó por tierra, profiriendo una maldición.
    Con un arrebato impetuoso, el hermano intentó abalanzarse sobre Luzardo, pero lo contuvo el revólver que lo
apuntaba al pecho, en la diestra cuya eficiencia ya habían experimentado, y volviéndose al hermano, lívido de ira
impotente, díjole:
    –Ya se nos presentará la oportunidad de cobrarnos ésta, hermano. Levántese del suelo y ayúdeme a pegarle fuego a
la casa. Cada hombre tiene su hora, y el doctor Luzardo está desgastando la suya. Luego vendrá la de nosotros. Tome la
mitad de estos fósforos, y usted por esa punta y yo por esta, hagamos lo que nos mandan. Que bien merecido lo tenemos
por habernos dejado coger desprevenidos.
    Aplicado el fuego a las barbas de la techumbre pajiza, el viento de la sabana lo convirtió pronto en una llamarada
rabiosa que destruyó en instantes aquella casa, que no era sino un techo sobre cuatro horcones.
    –Bueno –volvió a hablar el León–. Ya la casa está ardiendo como usted quería. Ahora, ¿qué más se le ocurre?
    –Ahora se echa usted encima a su hermano y marcha por delante de mí. Lo demás se lo diré en Altamira.
    Volvieron a mirarse los Mondragones, y como a ninguno de los dos le parecía que el otro estuviese dispuesto a
jugarse la vida con una temeraria resistencia, pues además de que Luzardo les llevaba las ventajas de estar a caballo y
armado, tenía pintado en el rostro el aire de las resoluciones extremas, el herido dijo:
    –No hay necesidad de que me cargue, hermano. Yo voy a pie, así me sangro por el camino.
    Oriundos de los llanos barineses, en donde habían cometido crímenes que la fuga al Arauca y el amparo que les
brindó doña Bárbara dejaron impunes, ahora iban a purgarlos, pues Santos se proponía remitírselos a las autoridades de
aquella región, y así se lo manifestó cuando llegaron a Altamira.
    –Usted sabrá lo que hace –repuso el León–. Ya le digo, está en su hora.
    Y como Santos, sin hacer caso de la altanería de tales palabras, le ordenase a Antonio que curara al herido, éste
replicó:
    –No se moleste, doctor. La sangre que he botado no era sino la que me sobraba. Ahora es que estoy en mi peso.
    A lo cual intervino Pajarote.
    –Pues así no habrá que arrearlo mucho por el camino.
    Y, bravuconada por bravuconada, dirigiéndose a Luzardo:
    –Déjeme a mí esa comisioncita, doctor. Yo le respondo de estos hombres. Dos piazos de sogas para amarrarlos codo
con codo es lo que necesito. Lo demás lo pongo yo. Y, ¡ah, malhaya!, esté el hombre tan livianito como dice, para ver si
se le ocurre correr. Supongo que usted los va a mandar con un papel, y si es así, vaya escribiéndolo de una vez, porque

es ya que los voy a estar arreando por delante. No es bueno dejarlo para mañana. Aunque no creo que se atrevan los
otros fustaneros a venir esta noche por estos dos. ¡Ni malo que sería! Si yo pudiera partirme en dos piazos, con la mitad
me llevaba por delante a estos faramalleros y con la otra esperaba aquí a los que vinieran por ellos de El Miedo. Pero
aquí no hago falta, porque ya usted ha demostrado que con un altamireño basta y sobra para arrear por delante a dos
miedosos, y a ese tono van a cantar todos los del lado de acá.
                                                             *
    Hacía rato que había entrado en la casa y todavía no se había dado cuenta de que Marisela y su padre no estaban allí.
    –Se fueron en cuanto usted partió para el pueblo –explicó Antonio–. La idea fue de Marisela, y perdí mi tiempo
yendo a buscarla. Por nada quiso venirse.
    –Es lo mejor que ha podido ocurrírsele –dijo Santos–. Ahora estamos en otro camino.
    Y en seguida ordenó proceder, al día siguiente, a levantar la palizada de Corozalito, que míster Danger venía
aplazando, valido del ardid que le aconsejara Ño Pernalete.
    –¿A pesar de aquel documento que le mostró míster Danger? –inquirió Antonio, al cabo de una corta pausa.
    –A pesar de todo, y contra todo lo que se oponga. Al atropello, con el atropello. Esa es la ley de esta tierra.
    Antonio volvió a quedarse pensativo. Luego dijo:
    –No tengo nada que decirle, doctor. Por el camino que usted se eche, ya sabe que detrás voy yo.
    Pero se retiró, diciéndose mentalmente:
    «No me gusta ver a Santos en ese tono. Ojalá sean aguaceros de verano.»
    Aquella noche, mientras los perros raboteaban en torno a la mesa, una mujer que apestaba a pringue de cocina fue
quien le sirvió la comida a Santos Luzardo. Apenas probó unos bocados de los feos guisos de Casilda, y como no podía
permanecer dentro de aquella casa, donde, a los tristes reflejos de la lámpara, las cosas que antes brillaban limpias
tenían ya una pátina de polvo y estaban cubiertas de moscas, se salió al corredor.
    La sabana reposaba, fosca, bajo la noche encapotada. Ni el cuatro, ni la copla, ni el paisaje. Los peones, silenciosos,
pensaban en el compañero taciturno asesinado en el chaparral de El Totumo; en el hombre «encuevado», con quien, sin
embargo, siempre se podía contar, pues a nadie dejaba nunca en un apuro, así arriesgase la vida; en el hombre bueno
que tuvo que hacerse justicia por sí mismo y ni aun después de muerto se le hacía.
    Piensan también en el amo, despojado de aquel dinero que iba a invertir en la obra en la cual fundaba tantas
esperanzas y que ha regresado convertido en otro hombre fiero y sombrío.
    Óyese, a distancia, el áspero grito de los alcaravanes que dan las horas, y Venancio rompe el silencio.
    –Lejos deben de ir ya Pajarote y María Nieves, con su arrebiato.
    Y otro, refiriéndose a las vías de hecho por donde ahora se ha lanzado el amo:
    –Así es como hay que hacer las cosas en esta tierra, porque a conforme es el mal, así tiene que ser el remedio. En el
Llano, el hombre debe saber hacer todo lo que hace el hombre. Que se deje el doctor, de una vez por todas, de estar
pensando en cercas y en cosas que se hacen en otros países de llanos, y haga lo que todo el mundo ha hecho siempre por
aquí: cachilapiar, desde mamantón para arriba, todo el ganado sin hierro que le pise su posesión.
    –Y meterse en las ajenas –agrega un tercero– y arrear de allá para acá cuanto bicho de casco y pezuña se encuentre
por delante. Asina están haciendo con lo de él, y lo que es igual no es trampa.
    –Pues yo no soy del parecer de ustedes –interviene Antonio Sandoval–. Yo estoy por lo que me hizo comprender el
doctor. La cerca en todas partes, y cada cual criando lo suyo dentro de lo suyo.
    Como oyese estas palabras, Santos experimentó una impresión semejante a la que acababan de producirle los
melancólicos reflejos de la lámpara sobre las cosas abandonadas por Marisela. Aquella convicción de Antonio era obra
de un hombre que ya no existía: aquel que llegó de la ciudad acariciando proyectos civilizadores, respetuoso de los

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