Capitulo 10° El espectro de la Barquereña

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    –«Ya esto no me está gustando mucho» –se dijo.
    En efecto, la superioridad de aquella mujer, su dominio sobre los demás y el temor que inspiraba, parecían radicar,
especialmente, en su saber callar y guardar. Era inútil proponerse arrebatarle un secreto; de sus planes nadie sabía nunca
una palabra; en sus verdaderos sentimientos acerca de una persona nadie penetraba. Su privanza lo daba todo, incluso la
incertidumbre perenne de poseerla realmente; cuando el favorito se acercaba a ella no sabía nunca con qué iba a
encontrarse. Quien la amara, como llegó a amarla Lorenzo Barquero, tenía la vida por tormento.
    Muy distante estaba Balbino de una pasión como aquella de Barquero; pero los favores de doña Bárbara no eran
despreciables todavía, y, por añadidura, enriquecían. La leyenda de aquel poder sobrenatural que la asistía, haciendo
imposible, por procedimientos misteriosos, que no le quitasen una res o una bestia, era quizá invención de la bellaquería
de los mayordomos-amantes, que habían hecho sus negocios fraudulentos con la hacienda de ella, pues, sumamente
supersticiosa como era, por creerse asistida en realidad de aquellos poderes, se descuidaba y se dejaba robar.
    Decidió aprovechar lo de los Mondragones para sondear los sentimientos de la enigmática mujer.
    –Por ahí están los Mondragones, que acaban de llegar de Macanillal.
    –¿A qué han venido? –inquirió ella.
    –Parece que quieren hablar con usted. –Ahora le parecía más prudente darle tratamiento respetuoso–. Porque como
que no están muy conformes con desbaratar todo lo que se había hecho por allá.
    Doña Bárbara volvió la cabeza con un movimiento brusco y un gesto imperioso:
    –¡Cómo que no están conformes! ¿Ya ellos, quién les ha preguntado si les agrada o no? Llámalos acá.
    –Es decir: no es que no quieran hacer lo que se les ha mandado, sino que, como son tres hombres nada más, no
pueden darse abasto para mudar la casa y los postes en una noche.
    –Que se lleven la gente que sea necesaria; pero que mañana amanezca todo donde estaba antes.
    –Se lo diré así –respondió Balbino, encogiéndose de hombros.
    –Por ahí has debido empezar. Bien sabes que no consiento que se discutan mis órdenes.
    Balbino salió al patio, llamó aparte a los Mondragones y les dijo:
    –Ustedes están equivocados. No es miedo al vecino, como se imaginan, sino un peine que queremos ponerle para
que se envalentone y se zumbe contra nosotros. Ándense allá y procedan a hacer todo lo que ella les mandó, y llévense
la gente que necesiten para que mañana mismo amanezca la casa en su puesto de antes y los postes del lindero donde
los mandó poner el juez.
    –Ese es otro cantar –dijo el Onza–. Si es así, ya vamos a estar mudándonos con lindero y todo.
    Y regresó con sus hermanos a Macanillal, llevándose además la gente necesaria para ejecutar rápidamente el trabajo.
    Balbino volvió al lado de doña Bárbara, y después de haberle dirigido algunas palabras que se quedaron sin
respuesta, resolvió salir de dudas acerca de los sentimientos que ella abrigaba respecto a Luzardo, diciendo:
    –Ya Melquíades como que está perdiendo los libros. Miren que habérsele ocurrido venirse en el bongo, donde nada
podía hacer, habiendo en esa costa de monte del Arauca tanto apostadero bueno para no dejar pasar al doctor Luzardo...
Y un río tan caimanoso como ése, que carga con todos los muertos que se le quieran echar. Ahora la cosa va a ser más
comprometida, porque aunque no sea sino por llenar la fórmula, las autoridades tendrán que abrir averiguaciones.
    Sin cambiar de actitud y con voz lenta y sombría, doña Bárbara replicó a la siniestra insinuación:
    –Dios libre al que se atreva contra Santos Luzardo. Ese hombre me pertenece.
    Era un bosque de maporas, profundo y diáfano, que cubría una vasta depresión de la sabana y le venía el nombre del
de una pequeña garza azul, que, según una antigua leyenda, solía encontrarse por ahí, único habitante del paraje. Era un

lugar maldito: un silencio impresionante, numerosas palmeras carbonizadas por el rayo, y en el centro, un tremedal
donde perecía sorbido por el lodo cuanto ser viviente se aventurara a atravesarlo.
    La chusmita que le daba nombre, al decir de la leyenda, sería el alma en pena de una india, hija del cacique de cierta
comunidad yurura que habitaba allí cuando Evaristo Luzardo pasó con sus rebaños al cajón del Arauca. Hombre de
presa, el cunavichero les arrebató a los indígenas aquella propiedad de derecho natural, y como ellos trataran de
defenderla, loa exterminó a sangre y fuego; pero el cacique, cuando vio su ranchería reducida a escombros, maldijo el
palmar, de modo que en él sólo encontraran ruina y desgracia el invasor y sus descendientes, víctimas del rayo,
vaticinando al mismo tiempo que volvería al poder de los yaruros cuando uno de éstos sacara de la tierra la piedra de
centella de la maldición.
    Según la conseja, la maldición se había cumplido, pues no solamente no hubo nunca por allí tormenta que no se
desgajara en rayos sobre el palmar, matando en varias ocasiones rebaños enteros de reses luzarderas, sino que también
fue aquel sitio la causa de la discordia que destruyó a los Luzardos. En cuanto al vaticinio, hasta los tiempos del padre
de Santos fue la voz corriente que después de aquellas tempestades, siempre se veía por allí algún indio –quién sabe
desde dónde venía– escarbando la tierra en busca de la piedra de centella.
    Hacía años que no aparecía por allí el yaruro. Tal vez, allá en sus rancherías se había perdido la tradición. En
Altamira nadie confesaba creer en la leyenda; pero todos preferían hacer un largo rodeo antes que pasar por el paraje
maldito.
    Santos bordeó el tremedal por un terreno de limo negro y pegajoso, pero practicable sin riesgo, que retumbaba bajo
los cascos del caballo. En torno a la charca mortífera la tierra estaba revestida de hierba tierna; mas, no obstante la
frescura de aquel verdor grato a la vista, algo sombrío se cernía sobre el paraje, y en vez de la chusmita de la leyenda,
un garzón solitario en un islote de borales acentuaba la nota de fúnebre quietud.
    Iba Santos ensimismado en el propósito que lo llevaba por allí, cuando algo que se movió en la margen de su campo
visual lo hizo volver la cabeza. Era una muchacha, desgreñada y cubierta de inmundos harapos, que portaba un haz de
leña sobre la cabeza y trataba de ocultarse detrás de una palmera.
    –¡Muchacha! –la interpeló, refrenando la bestia–. ¿Dónde queda por aquí la casa de Lorenzo Barquero?
    –¿No lo sabe, pues? –respondió la campesina, después de haber proferido un gruñido de bestia arisca.
    –No lo sé. Por eso te lo pregunto.
    –¡Guá! ¿Y aquel techo que se aguaita allá, de qué es, pues?
    –Has podido empezar por ahí –díjole Santos, y continuó su camino.
    Una vivienda miserable, mitad caney, mitad choza, formada ésta por cuatro paredes de barro y paja sin enlucido, con
una puerta sin batientes, y aquél por otros tantos horcones que sostenían el resto de la negra y ya casi deshecha
techumbre de hojas de palmera, y de dos de los cuales colgaba un chinchorro mugriento, tal era la casa del «Espectro de
La Barquereña», como por allí se le decía a Lorenzo Barquero.
    De haberlo visto una vez en su infancia, apenas Santos conservaba de él un vago recuerdo; mas, por claro que éste
hubiera sido, tampoco habría podido reconocerlo en aquel hombre que se incorporó en el chinchorro cuando lo sintió
llegar.
    Sumamente flaco y macilento, una verdadera ruina fisiológica, tenía los cabellos grises y todo el aspecto de un viejo,
aunque apenas pasaba de los cuarenta. Las manos, largas y descamadas, le temblaban continuamente, y en el fondo de
las pupilas verdinegras le brillaba un fulgor de locura. Doblegaba la cabeza, cual si llevase un yugo a la cerviz; sus
facciones, así como la actitud de todo su cuerpo, revelaban un profundo desmadejamiento de la voluntad, y tenía la boca
deformada por el rictus de las borracheras sombrías. Con un esfuerzo visible sacó una voz cavernosa para preguntar:
    –¿A quién tengo el gusto?...

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now