Capitulo 2° El descendiente del Cunavichero

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    Escupió la mascada de tabaco y ya iba a comenzar su relato, cuando uno de los palanqueros lo interrumpió,
advirtiéndole:
    –¡Vamos solos, patrón!
    –Es verdad, muchachos. Hasta eso es obra del condenado Brujeador. Boguen para tierra otra vuelta.
    –¿Qué pasa? –inquirió Luzardo.
    –Que se nos ha quedado el Viejito en tierra.
    Regresó el bongo al punto de partida. Puso de nuevo el patrón rumbo afuera, a tiempo que preguntaba, alzando la
voz:
    –¿Con quién vamos?
    –¡Con Dios! –respondiéronle los palanqueros.
    –¡Y con la Virgen! –agregó él. Y luego a Luzardo–: Ése era el Viejito que se nos había quedado en tierra. Por estos
ríos llaneros, cuando se abandona la orilla, hay que salir siempre con Dios. Son muchos los peligros de trambucarse, y
si el Viejito no va en el bongo, el bonguero no va tranquilo. Porque el caimán acecha sin que se le vea ni el aguaje, y el
temblador y la raya están siempre a la parada, y el cardumen de los zamuritos y de los caribes, que dejan a un cristiano
en los puros huesos, antes de que se pueda nombrar las Tres Divinas Personas.
    ¡Ancho llano! ¡Inmensidad bravía! Desiertas praderas sin límites, hondos, muchos y solitarios ríos. ¡Cuan inútil
resonaría la demanda de auxilio, al vuelco del coletazo del caimán, en la soledad de aquellos parajes! Sólo la fe sencilla
de los bongueros podía ser esperanza de ayuda, aunque fuese la misma ruda fe que los hacía atribuirle poderes
sobrenaturales al siniestro Brujeador.
    Ya Santos Luzardo conocía la pregunta sacramental de los bongueros del Apure; pero ahora también podía
aplicársela a sí mismo, pues había emprendido aquel viaje con un propósito y ya estaba abrazándose a otro
completamente opuesto.

    En la parte más desierta y bravía del cajón del Arauca estaba situado el hato de Altamira, primitivamente unas
doscientas leguas de sabanas feraces que alimentaban la hacienda más numerosa que por aquellas soledades pacía y
donde se encontraba uno de los más ricos garceros de la región.
    Lo fundó, en años ya remotos, don Evaristo Luzardo, uno de aquellos llaneros nómadas que recorrían –y todavía
recorren– con sus rebaños las inmensas praderas del cajón del Cunaviche, pasando de éste al del Arauca, menos alejado
de los centros de población. Sus descendientes, llaneros genuinos de «pata-en-el-suelo y garrasí» que nunca salieron de
los términos de la finca, la fomentaron y ensancharon hasta convertirla en una de las más importantes de la región; pero
multiplicada y enriquecida la familia, unos tiraron hacia las ciudades, otros se quedaron bajo los techos de palma del
hato, y a la apacible vida patriarcal de los primeros Luzardos sucedió la desunión, y ésta trajo la discordia que había de
darles trágica fama.
    El último propietario del primitivo Altamira fue don José de los Santos, quien por salvar la finca de la ruina de una
partición numerosa, compró los derechos de sus condueños, a costa de una larga vida de trabajos y privaciones; pero, a
su muerte, sus hijos José y Panchita –ésta ya casada con Sebastián Barquero– optaron por la partición, y al antiguo
fundo sucedieron dos: uno propiedad de José, que conservó la denominación original, y el otro, que tomó la de La
Barquereña, por el apellido de Sebastián.
    A partir de allí, y a causa de una frase ambigua en el documento, donde al tratarse de la línea divisoria ponía: «hasta
el palmar de La Chusmita», surgió entre los dos hermanos la discordia, pues cada cual pretendía, alegando por lo suyo,
que la frase debía interpretarse agregándosele el inclusive que omitiera el redactor, y emprendieron uno de esos litigios

que enriquecen a varias generaciones de abogados y que habría terminado por arruinarlos, si cuando les propusieron una
transacción, la misma intransigencia que iba a hacerles gastar un dineral por un pedazo de tierra improductiva, no les
dictara, en un arrebato simultáneo:
    –«O todo o nada.»
    Y como no podía ser todo para ambos, se convino en que sería nada, y cada cual se comprometió a levantar una
cerca en torno al palmar, viniendo así a quedar éste cerrado y sin dueño entre ambas propiedades.
    Mas no paró aquí la cosa. Había en el centro del palmar una madrevieja de un caño seco, que durante el invierno se
convertía en tremedal, bomba de fango donde perecía cuanto ser viviente la atravesase, y como un día apareciera
ahogada allí una res barquereña, José Luzardo protestó ante Sebastián Barquero por la violación del recinto vedado, se
ofendieron en la disputa, Barquero blandió el chaparro para cruzarle el rostro al cuñado, sacó éste el revólver y lo
derribó del caballo con una bala en la frente.
    Sobrevinieron las represalias, y matándose entre sí Luzardos y Barqueros, acabaron con una población compuesta en
su mayor parte por las ramas de ambas familias.
    Y en el seno mismo de cada una se propagó la onda trágica.
    Fue cuando la guerra entre España y Estados Unidos. José Luzardo, fiel a su sangre –decía–, simpatizaba con la
Madre Patria, mientras que su primogénito Félix, síntoma de los tiempos que ya empezaban a correr, se entusiasmaba
por los yanquis. Llegaron al hato los periódicos de Caracas, caso que sucedía de mes a mes, y desde las primeras
noticias, leídas por el joven –porque ya don José andaba fallo de la vista– se trabaron en una acalorada disputa que
terminó con estas vehementes palabras del viejo:
    –Se necesita ser muy estúpido para creer que puedan ganárnosla los salchicheros de Chicago.
    Lívido y tartamudo de ira, Félix se le encaró:
    –Puede que los españoles triunfen; pero lo que no tolero es que usted me insulte sin necesidad.
    Don José lo midió de arriba abajo con una mirada despreciativa y soltó una risotada. Acabó de perder la cabeza el
hijo y tiró violentamente del revólver que llevaba al cinto. El padre cortó en seco su carcajada y sin que se le alterara la
voz, sin moverse en el asiento, pero con una fiera expresión, dijo pausadamente:
    –¡Tira! Pero no me peles, porque te clavo en la pared de un lanzazo.
    Esto sucedió en la casa del hato, poco después de la comida, congregada la familia bajo la lámpara de la sala. Doña
Asunción se precipitó a interponerse entre el marido y el hijo, y Santos, que a la sazón tendría unos catorce años, se
quedó paralizado por la brutal impresión.
    Dominado por la terrible serenidad del padre, seguro de que llevaría a cabo su amenaza si disparaba y erraba el tiro,
o arrepentido quizá de su violencia, Félix volvió el arma a su sitio y abandonó la sala.
    Poco después ensillaba su caballo, dispuesto a abandonar también la casa paterna, y fue inútil cuanto suplicó y lloró
doña Asunción. Entretanto, como si nada hubiera sucedido, don José se había calado las gafas y leía, estoicamente, las
noticias que terminaban con la del desastre de Cavite.
    Pero Félix no se limitó a abandonar el hogar, sino que fue a hacer causa común con los Barqueros contra los
Luzardos, en aquella guerra a muerte cuya más encarnizada instigadora era su tía Panchita, y ante la cual las autoridades
se hacían de la vista gorda, pues eran tiempos de cacicazgos, y Luzardos y Barqueros se compartían el del Arauca.
    Ya habían caído en lances personales casi todos los hombres de una y otra familia, cuando una tarde de riña de
gallos en el pueblo, como supiese Félix, bajo la acción del alcohol, que su padre estaba en la gallera, se fue allá,
instigado por su primo Lorenzo Barquero, y se arrojó al ruedo, vociferando:
    –Aquí traigo un gallito portorriqueño. ¡No es ni yanqui siquiera! A ver si hay por ahí algún pataruco español que
quiera pegarse con él. Lo juego embotado y doy de al partir.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now