Capitulo 6° El espanto del Bramador

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    –Yo le devuelvo esas tierras mediante una venta simulada. Dígame que acepta, y en seguida redactaremos el
documento. Es decir, lo redacta usted. Aquí tengo papel sellado y estampillas. La autenticación y registro lo haremos
cuando usted disponga. ¿Quiere que busque el papel?
    Entretanto, Luzardo había juzgado propicio el momento para abordar el segundo objeto de su visita y repuso:
    –Espere un instante. Le agradezco esa buena disposición que me demuestra, porque la ha precedido usted de unas
palabras que, sinceramente, me han impresionado; pero ya le había anunciado que eran dos los objetos que perseguía al
venir a su casa. En vez de restituirme esas tierras, que ya las doy por restituidas moralmente, haga otra cosa que yo le
agradecería más: devuélvale a su hija las de La Barquereña.
    Pero la verdad intima y profunda hizo fracasar el ansia de renovación. Doña Bárbara volvió a arrellanarse en la
mecedora de donde ya se levantaba, y con una voz desagradable y a tiempo que se ponía a contemplarse las uñas, dijo:
    –¡Hombre! Ahora que la nombra. Me han dicho que Marisela está muy bonita. Que es otra persona desde que vive
con usted.
    Y el torpe y calumnioso pensamiento que se amparaba bajo el doble sentido de la palabra «vive», pronunciada con
una entonación malévola, hizo ponerse de pie a Santos Luzardo con un movimiento maquinal.
    –Vive en mi casa, bajo mi protección, que es una cosa muy distinta de lo que usted ha querido decir –rectificó, con
voz vibrante de indignación–. Y vive bajo mi protección porque carece de pan, mientras usted es inmensamente rica,
como hace poco me ha dicho. Pero yo me he equivocado al venir a pedirle a usted lo que usted no puede dar:
sentimientos maternales. Hágase el cargo de que no hemos hablado una palabra, ni de esto ni de nada.
    Y se retiró sin despedirse.
    Doña Bárbara se precipitó al escritorio, en cuya gaveta guardaba el revólver cuando no lo llevaba encima; pero
alguien le contuvo la mano y le dijo:
    –No matarás. Ya tú no eres la misma.
    Jueves Santo. Día de abstinencia de carne de animales terrestres, porque la tierra es el cuerpo del Señor que está
agonizando en la Cruz, y quien come las carnes que de ella se nutren, profana y martiriza con sus dientes el propio
cuerpo de Dios. Día de no trabajar; ni en la sabana, ni el corral; porque esto arrumaría para toda la vida; día de soltar las
queseras, porque la leche batida en días santos no cuaja y se convierte en sangre. Día solamente de pescar galápagos,
cazar caimanes y castrar colmenares.
    Lo primero tenía por objeto procurarse la comida predilecta del llanero por Jueves y Viernes Santo, y lo segundo
obedecía a la tradicional costumbre de aprovechar el descanso de aquellos días para hacer batidas en los caños poblados
de caimanes, tanto por limpiarlos de ellos cuanto porque el almizcle y los colmillos de caimán, tomados en tales días,
poseían mayores virtudes curativas y eran más eficaces como amuletos.
    Ya estaba tendida la palizada que, disimulada con ramas, atravesaba el cano de una a otra orilla, dejando en el centro
un espacio abierto o «puerta», y ya estaban apostados junto a ella los «porteros», con el agua a la cintura, mientras,
cauce arriba, los apaleadores, provistos de largas varillas y gritando hasta desgañitarse, azotaban la superficie del caño,
a fin de ahuyentar curso abajo cuanto ser viviente ocultasen las turbias ondas.
    Agazapados detrás de las ramas y con las manos dentro del agua, preparadas para juntarlas rápidamente, una sobre
la otra, al sentir que entre ellas les pasara la presa codiciada, los «porteros» acechaban en silencio, y a veces una
repentina contracción de los músculos de la cara o un fugaz empalidecimiento era cuanto indicaba que un caimán les
pasaba por entre las manos inmóviles.

    Santos se detuvo a presenciar el temerario deporte, y en obra de pocos momentos vio llenarse de galápagos un
jagüey que al efecto había sido abierto en la playa arenosa del caño. Luego se dirigió hacia donde estaba el resto de la
peonada, entregada a la cacería de caimanes.
    Como todos los de la llanura, era aquel caño un criadero de caimanes a cuyas tarascadas habían perecido varias reses
por aquellos días, por lo cual Antonio lo había elegido para la tradicional batida del Jueves Santo.
    Los cazaban a tiros o los arponeaban desde la orilla, pero cuando Luzardo llegó, hacía rato que habían cesado los
disparos, y una gran cantidad de aquellos terribles habitantes del caño esteraban la playa, panza arriba.
    –¿Se acabó ya la fiesta? –preguntó Antonio–. El doctor venía con ganas de echar un tirito.
    Los cazadores, silenciosos todos y retirados de la orilla, pero atentos a algo que sucedía dentro del caño, hiciéronle
señas en silencio, y Antonio, después de haber echado una mirada en la dirección que indicaba aquella actitud
expectante, díjole a Luzardo:
    –¿Ve aquellas dos taparas que están flotando en medio del caño? Debajo de ellas están dos hombres esperando que
se aboye un caimán para alancearlo por el codillo, bajo el agua. Ésa es la cacería que tiene más mérito, y de seguro que
son Pajarote y María Nieves esos que ahí están entaparados.
    –Ellos son –repuso Carmelito–. Y nada menos que contra el Tuerto del Bramador, que se ha dejado chusiar hasta
por aquí.
    Era aquel caimán contra el cual Luzardo había intentado disparar en el sesteadero del palodeagua el día de su
llegada. Terror de los pasos del Arauca, de sus víctimas –gentes y reses– se había perdido la cuenta. Se le atribuían
siglos de vida, y como siempre saliera ileso de los proyectiles, que rebotaban en su recio dorso, se había formado la
leyenda de que no le entraban balas porque era un caimán encantado. Su apostadero habitual era la boca del caño
Bramador, ahora en términos de El Miedo, pero desde allí dominaba el Arauca y sus afluentes, haciendo por ellos largas
incursiones, de las cuales regresaba con la panza repleta a hacer su laboriosa digestión adormitado al sol de las playas
del Bramador, que eran para él seguro abrigo a causa de que doña Bárbara, supersticiosa del embrujamiento que se le
atribuía, tenía prohibido que se le atacara, tanto más cuanto que remontando el caño, eran reses de Altamira su ración
preferida.
    –No ha debido consentir Carmelito en que Pajarote y María Nieves arriesguen así la vida –dijo Santos–. Hágales
señas de que se salgan de ahí.
    –Sería inútil en este momento –intervino Antonio–, porque los agujeros de las taparas, que es por donde ellos
pueden ver, están para el otro lado. Además, ya es tarde. Ahora no se puede uno ni mover siquiera. Cerquita de ellos
viene aboyándose el caimán. Mírele el aguaje.
    En efecto, a pocos metros de las taparas, la tersa superficie del caño comenzaba a rizarse levemente.
    –¡Sh! –hicieron todos los circunstantes a un tiempo, agachándose para que no los descubriera el caimán, y la
angustiosa expectativa eternizó el minuto de silencio.
    Con la majestad de su vejez y de su ferocidad, el caimán sacó a flor de agua, lentamente, la horrible cabeza y el
dorso enorme, blindado de recias escamas en cresta.
    Las taparas se movieron lentamente hacia la orilla opuesta del caño, como si las arrastrase una suave corriente, y se
oyó el desahogo de la respiración contenida de los espectadores, a tiempo que Antonio murmuró. quedo:
    –Ya se le pusieron al lado del ojo tuerto.
    Las taparas continuaron deslizándose hacia el caimán, y aunque éste no las veía por estar completamente aboyado y
con el ojo sano atento hacia la playa, todavía no había pasado el peligro, pues ya los hombres estaban al alcance de la
tarascada y la más leve imprudencia les costaría la vida.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now