Capitulo 9° Los retozos de míster Danger

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    Pero ¿no se había propuesto, acaso, cuando resolvió internarse en el hato, renunciando a sus sueños de existencia
civilizada, convertirse en el caudillo de la llanura para reprimir el bárbaro señorío de los caciques, y no era con el brazo
armado y la gloria roja de la hazaña sangrienta como tenía que luchar con ellos para exterminarlos? ¿No había dicho ya
que aceptaba el camino por donde el atropello lo lanzaba a la violencia? Ahora no podía volverse.
    Y avanzó solo con el trágico arrebiato. Solo y convertido en otro hombre.
    Ya mister Danger se disponía a recogerse a dormir, cuando ladraron los perros y se oyeron las pisadas de un caballo.
    –¿Quién vendrá para acá a estas horas? –se preguntó asomándose a la puerta.
    Comenzaba a salir la luna, pero sobre las sabanas del Lambedero aún reposaban densas tinieblas, bajo un cielo
anubarrado, en una atmósfera sofocante.
    –¡Oh! Don Balbino –exclamó por fin mister Danger, al reconocer al inoportuno visitante–. ¿Qué lo trae por aquí a
estas horas?
    –A saludarlo, don Guillermo. Como pasaba cerca de aquí, me dije: Déjeme llegarme hasta allá a saludar a don
Guillermo, que no lo he visto después que regresó de San Fernando.
    No podía creer mister Danger en la sinceridad de tales demostraciones de amistad de Balbino Paiba, ni se las
estimaba tampoco, pues, aparte ciertas complicidades, Balbino no era sino uno de los que él llamaba amigos de su
whisky, y lo recibió con exclamaciones sarcásticas:
    –¡Oh! ¡Caramba! ¡Qué honor para mí que usted haya venido a saludarme cuando yo iba a dormirme! Muchas
gracias, don Balbino. Eso merece un palito. Entre y siéntese mientras se lo sirvo. Ya no hay peligro del cunaguaro,
porque se me murió, ¡el pobrecito!
    –¿De veras? ¡Qué lástima! –exclamó Balbino, tomando asiento–. Era un bonito animal aquel cachorro y usted estaba
muy encariñado con él. Debe de hacerle mucha falta.
    –¡Oh! Usted piense: todas las noches, antes de acostarme, retozaba con él un buen rato –repuso mister Danger,
mientras servía dos copas de whisky de la botella recién descorchada que tenía sobre el escritorio.
    Vaciaron las copas, Balbino se enjugó los bigotazos y dijo:
    –Gracias, don Guillermo. Que se le convierta en salud –y en seguida–: ¿Y qué era de su vida? Esta vez se quedó
usted mucho tiempo en San Fernando. ¿Para olvidarse del cunaguarito? Ya se estaba diciendo por aquí que usted se
había ido para su tierra. Pero yo dije: Lo que es don Guillermo no se va más de esta tierra; ése es más criollo que
nosotros y le haría falta la guachafita.
    –¡Eso, don Balbino! ¡Eso es lo sabroso de esta tierra! Yo siempre digo como aquel general de ustedes, no me
recuerdo el nombre... Uno que decía: «Si se acaba la guachafita, me voy.»
    Y soltó la risa, ancha como su faz rubicunda.
    –¿No le digo? Usted es más criollo que la guasacaca.
    –También es muy sabrosa la guasacaca. Todas las cosas que empiezan por guá son muy sabrosas: guachafita,
guasacaca, guaricha bonita... ¡Guá, míster Danger! Vamos a pegarnos un palo, como me dicen los amigos siempre que
se encuentran conmigo.
    –¡Ah, míster Danger! Ojalá todos los extranjeros que vinieran por aquí fueran como usted –dijo Balbino, lisonjero,
preparando ya el terreno.
    –¿Y usted, qué tal, don Balbino? ¿Cómo marchan los negocios? –preguntó míster Danger, sacando su cachimba y
dándole las primeras chupetadas–. ¿Siempre tan buena moza doña Bárbara? Eso no empieza por guá, pero también es
muy sabroso, ¿verdad, don Balbino? ¡Este don Balbino bribón!

    Rieron a dúo, como es uso de picaros celebrar picardías, y Balbino abordó su asunto, previas las características
manotadas a los bigotes:
    –Los negocios no han estado del todo malos este año. Pero, usted sabe, don Guillermo, pobre es pobre y nunca le
faltan apuros de plata.
    –¡Oh! No se ponga llorón, don Balbino. Usted tiene plata guardada bajo tierra. ¡Mucha plata! Míster Danger lo sabe.
    Balbino hizo un movimiento involuntario y se apresuró a replicar:
    –¡Ojalá! Se vive, nada más. Con negocios de a cuatro centavos, que son los que yo puedo hacer, no hay para guardar
dinero. Eso está bueno para Bárbara y para usted, que tienen tierras y cogen bastante ganado. Yo apenas he podido
recoger este año unos cuarenta cachilapos. Y ya que hablamos de esto: cómpremelos, don Guillermo. Tengo un apuro
de unos centavos y se los daría baratos.
    –¿Están bien cachapeados los hierros?
    Cachapear, o sea, hacer desaparecer el hierro original de una res para venderla como propia, era una de las
habilidades mayores de Balbino Paiba, y aunque entre amigos no le molestaba que se hablara de ello, esta vez no le
cayó bien la pregunta de mister Danger.
    –Son míos por todo el cañón –afirmó con altivez.
    –Eso es otra cosa –repuso míster Danger–. Porque si fueran luzarderos, aunque no se les viera el hierro, yo no me
metería en ese negocio.
    A lo que replicó Balbino:
    –¿Y ese resuello, don Guillermo? Usted siempre ha comprado ganado luzardero cachapeado sin ponerle
inconvenientes. ¿Es que también a usted le ha metido los bichos en el corral el patinquicito de Altamira?
    –Yo no tengo que explicar a usted si me han metido bichos en el corral, como usted dice –protestó míster Danger
amoscado–. He dicho que no compro ganados, ni caballos, ni plumas altamireñas. Eso es todo lo que tengo que decir.
    –Plumas no le estoy ofreciendo –se precipitó a observarle Balbino.
    Iba míster Danger a replicar, cuando sucedió algo que llamó su atención: los perros, que estaban echados en el
corredor frente a la puerta de la pieza donde tenía lugar la entrevista, se levantaron y desaparecieron, sin gruñir y
raboteando, como si salieran al encuentro de alguien que les fuera conocido.
    Balbino no reparó en esto por hallarse de espaldas a la puerta, y míster Danger, para cerciorarse de lo que pudiera
ser aquello, dijo:
    –¿Otro palito, amigo Paiba?
    Y tomando las copas donde ya habían bebido, con el pretexto de arrojar el resto de licor que en ellas quedaba, se
asomó al corredor y echó una rápida mirada de exploración, que le permitió descubrir que quien por allí andaba era Juan
Primito, mal tapado detrás de un árbol y rodeado de los perros amigos, como lo eran todos los de las casas de por allí.
    Rápida la ocurrencia: «A éste lo han mandado a espiar a don Balbino» –y perverso el designio–: «Vamos a hacer
hablar a este vagabundo.» Sin que pasara de ganas de divertirse la intención, volvió a entrar en la sala, sirvió las copas,
apuró la suya, se sentó frente a Balbino, permaneció un rato en silencio, dándole repetidas chupetadas a su cachimba, y
luego dijo, reanudando la conversación interrumpida:
    –He nombrado plumas porque el año pasado me vendió usted algunas. ¿Se recuerda?
    –Sí. Pero, afortunadamente, este año no pude comprar. Ya le digo, unos cuarenta mautes es todo mi capital.
    –Y dice usted bien: afortunadamente, porque después de lo de El Totumo, y mientras no se averigüe bien qué fue lo
que pasó allí, es peligroso ofrecer plumas. ¿No es verdad, don Balbino?
    –¡Que si es peligroso!

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now