Bautismo de fuego

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El sol comenzaba su ascenso, entre las almenas de la muralla y los escudos de magia iridiscente que cubrían el cielo de la ciudad

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El sol comenzaba su ascenso, entre las almenas de la muralla y los escudos de magia iridiscente que cubrían el cielo de la ciudad. Las defensas de Bunhal permanecían en pie. A pesar de los hechizos explosivos y de los arietes con los que el rey Savir las había atacado, aquella primera noche.

Las palabras del emisario que llegó a Nimai y Neyen durante la cena de celebración habían sido claras: el líder de la rebelión debía entregarse, acusado de impostor y de conspirador contra la «verdadera» familia real de Daranis. La ciudad debía ser limpiada de traidores y criminales, comenzando por sus dirigentes actuales y el batallón de soldados alados. Savir ofrecía, con generosidad, su propio gobierno y ejército para ayudar al pueblo a reorganizarse.

Pero aquel pueblo estaba formado por descendientes de aquellos a los que el mismo Savir perseguía y masacraba en su territorio. El portal de aire estaba muy cerca, al otro lado de la frontera con Suryanis. Y el de agua era protegido por el puerto, por los que trabajaban allí. La cantidad de energía mágica escondida en esa región podía ser monstruosa. Era obvio que el actual rey de Daranis lo sabía.

Nirali, por su parte, había pasado la peor noche de su vida. Se había ofrecido como voluntaria para el círculo de soldados, civiles y hechiceros que repelían el avance de los invasores. Había hecho sus turnos junto a Sarwan. Había puesto en práctica lo que había aprendido en el camino y durante esas semanas de entrenamiento intensivo. Y lo había hecho en nombre de una causa justa.

Sin embargo, no estuvo preparada para todo lo que vio, oyó y tuvo que hacer con sus propias manos.

Cuando llegaron los relevos, esa mañana, ella no fue consciente del tiempo que llevaba allí. Todo había sido muy intenso, al punto en que el miedo y la ansiedad se convirtieron en una nube de algodón que la recubrió. Los ruidos, el entorno, sus compañeros, su maestro, parecían lejanos. Oía sus voces amortiguadas, como a través de una pared.

—Vamos, Nirali. Debemos descansar un poco —la urgió el hechicero.

Ella se volvió, confundida, y una guerrera con alas del ejército de Nimai la empujó a un costado para ocupar su lugar. La joven registró el suceso, pero no reaccionó. Sarwan la tomó del brazo y la sacó de ahí, con rapidez.

Nirali se dejó llevar lejos de la muralla, hacia el interior de la ciudad. No podía decir nada. No podía pensar con claridad. Había entrado en un círculo de acciones e instrucciones y, ahora que salía de él, había quedado vacía de mente y cuerpo.

Notó que su maestro se detenía y le hablaba, la zarandeaba, la llamaba.

—¡Mierda! ¡Responde algo! ¡Por favor! —Oyó que él le rogaba.

Ella lo miró de modo superficial, sin detenerse en los detalles de aquel rostro desencajado.

Y se sintió dentro de una burbuja que se tensaba, se contraía, sin llegar a romperse. Y sintió el dolor en su espalda, el hormigueo en su brazo, luego de horas de tenerlo encajado en una aspillera, disparando a los hechiceros de Savir. Y tuvo el ligero pensamiento de que era bueno haber contado con un conjuro de magia sanadora sobre su cuerpo magullado. Pero algo en su espíritu se había roto, sin remedio.

—¡Es su primera vez, idiota! —dijo otra voz conocida—. ¡Déjala en paz!

Otras manos la arrancaron de su sitio y la obligaron a enfrentarse a otro rostro. Aunque ya había mirado de cerca esos ojos, besado esa boca que ahora no paraba de decirle cosas, solo podía dar cuenta del frío glacial que le corría por las venas.

—Suéltame —murmuró Nirali, con la voz entrecortada por la sequedad en su garganta.

Deval pareció dudar en hacerle caso. Entonces, se le acercó más y la sorprendió en un abrazo.

—No estás bien. Por favor, no vuelvas a hacer esto —suplicaba la voz del guerrero, sobre su coronilla—. Ve a la posada, ya tenemos de vuelta nuestra habitación. Espérame hasta la noche.

Ella no respondió el abrazo. Sus brazos colgaron a los costados. Sus ojos siguieron vacíos, llenos de lágrimas.

—Déjame sola —rogó, en un hilo de voz.

Sarwan intervino, rompiendo el abrazo. Nirali sintió que era arrastrada, de una asfixia a otra.

Ellos hablaban, inmersos en sus propias opiniones de lo que pasaba. Ella hubiera corrido a encerrarse, a llorar, aislarse, buscar alivio del ruido y las explosiones permanentes. Pero había pasado el punto en el que eso podía darle alguna esperanza. Un manto gris cubría su ánimo, junto a la nube que amortiguaba sus sentidos.

—Ahí está. Habló, por fin —dictaminó Sarwan, con ansiedad—. Puedes irte al frente, Deval, nosotros nos arreglamos desde ahora.

—No dejes que regrese a esto —insistió el otro hechicero—. ¡Ponla a organizar la comida y el agua, o a curar heridos!

—Ni tú puedes decirme lo que tengo que hacer con mi discípula, ni yo puedo darle órdenes a ella, a estas alturas. Ambos la hemos llevado hasta esta rebeldía.

Cierta indignación luchaba por salir del pecho de la aprendiz. El cansancio general y ese «algo» que se había roto dentro de ella le impedían enojarse.

Los antiguos compañeros siguieron su disputa, sin prestarle atención.

Los soldados a su alrededor comenzaban a mirarlos con disgusto.

—Has olvidado cómo fue tu bautismo de fuego, maldito insensible.

—No, Deval, no lo he olvidado. Por eso mismo, si ella elige seguir, estaré ahí para ayudarla. Para eso soy su maestro. Yo. No tú.

Las palabras de ambos iban y venían llevando furia, preocupación, revelaban lo que cada uno creía que era lo mejor, sin preguntarle. Y ella no añadió nada. Había ocurrido demasiado en una sola noche.

El episodio terminó con un desconocido llevándose a Deval hacia una de las torres de vigilancia.

A ella, Sarwan la condujo del brazo hacia la posada, con cierta torpeza. Nirali lo escuchó hablar, nervioso, de lo que había significado para ella esa primera batalla. Oyó la explicación experimentada de lo que le estaba ocurriendo en ese momento, pero las palabras no llegaron a hacerle ningún efecto. Estaba cansada. Muy cansada.

Hubo un intercambio de gritos e insultos con el dueño de las habitaciones, que ella tomó como ruido de fondo a su propia confusión. Luego, Sarwan cerró las ventanas y se sentó junto a su cama. Ella cayó en la suya y se durmió de inmediato, con la misma ropa que había llevado todo el día.

Cuando cerró los ojos, la batalla siguió sucediéndose en sus sueños.


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