Los niños en Kydara

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—Yo me rindo, Sarwan —dijo el pequeño Deval, agotado por el calor y el esfuerzo

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—Yo me rindo, Sarwan —dijo el pequeño Deval, agotado por el calor y el esfuerzo.

—¡No te muevas, estúpido! —lo detuvo el otro—. ¡Me complicas las cosas!

Era un día de verano en el desierto de Kydara, la región del norte de Daranis, y los soldados se habían visto obligados a responder a un ataque del enemigo en pleno mediodía. La crueldad del sol sobre sus cabezas no se igualaba con la de los invasores de Suryanis, el reino vecino, que trataban de imponer al hermano bastardo del actual rey daraniense en el trono.

La diferencia entre ambos ejércitos era abismal, los de afuera tenían de su lado a una buena cantidad de seres sobrenaturales. Los de adentro, solo a los hechiceros al servicio del rey. Y no era que éstos saliesen en cantidad, como voluntarios para ir al frente de batalla. La mayoría eran como ellos, adolescentes apenas entrenados en absorber la esencia de algún elemental, que descubrían el resto de su potencial en plena lucha por sobrevivir. Si es que llegaban a durar lo suficiente para eso.

—No soporto más —insistió el niño—. No podré continuar otro día igual.

Sarwan entendía la desesperación de Deval. Pero tampoco podía hacer demasiado por él. Apenas lograba concentrar todo su empeño en mantener los ojos abiertos y el escudo de energía con sus brazos extendidos. Los dos habían quedado atrapados en una monstruosa tormenta de arena, provocada por un grupo de elementales de tierra.

—Vete, yo los voy a entretener todo lo que pueda. Moriré con gusto, si no tengo que volver a luchar.

—No seas tonto, chico. Esto es cuestión de insistencia. Gana el que resista un segundo más que el enemigo. Espera conmigo hasta la noche.

El preadolescente se puso de pie, indignado y al borde del llanto.

—¿La noche? ¡Es el mediodía, Sarwan! ¡No lo soporto más! —Al no obtener respuesta por un buen rato, lo vencieron las lágrimas y cayó sentado por el cansancio—. Por favor, déjame ir. Quiero encontrarme con mis padres, ver a mis hermanos en el cielo.

Durante varios minutos, lo único que se oyó en el refugio, aparte de las explosiones de los ataques de sus rivales, fueron los sollozos de Deval. El mayor de los dos no se atrevió a mirarlo. Ya tenían suficiente con un corazón destrozado, no necesitaban dos.

—Hay esperanzas todavía —murmuró, después, con la vista perdida al frente—. No voy a sacrificarte, niño. Además... hemos hecho muchas cosas en esta guerra. No creo que ninguno de nosotros vaya al mismo lugar que tus padres en la próxima vida. No sería justo.

El pequeño se le acercó, inquieto.

—Yo casi no he hecho nada —protestó.

—No importa. No quiero prometerte cosas y que luego me odies en el Otro Mundo por mentirte. Además, tú puedes lograr algo mejor aquí.

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