El dilema de los extraños

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Estaba muy molesta

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Estaba muy molesta. Levantarse con el cuerpo agarrotado por haber dormido en el suelo, apenas un par de horas. Luego, tener como desayuno un pedazo de pan rancio y leche robada. Ésa no era la vida que Nirali pensaba tener cuando había salido de viaje con Sarwan.

No sabía qué esperaba. Pero estaba segura de que algo distinto a esto.

Lo había conocido en Suhri, su pueblo natal. Se habían encontrado una mañana, en el mercado de la plaza. Ella discutía con un vendedor de frutas. Él intervino para desmentir el precio original de las manzanas en la región de donde se suponía que venían. Al final, Nirali había vuelto a casa con la mercadería que deseaba, dinero de sobra y la figura de Sarwan grabada en sus retinas.

Aquel hombre tan alto y de aspecto indecente la había seguido y se había presentado ante sus padres como hechicero de la corte de Daranis. La joven, aunque impresionada, no estaba de ánimo para hacer sociales en día de feria. El hechicero no había dejado de insistir hasta convencer a todos de que tenía potencial para ser su alumna.

Si bien era cierto que ella quería escapar de un destino espantoso, como futura esposa de un anciano poderoso del lugar, él no la había tomado a cambio de nada. Sus padres, con lágrimas en los ojos y temblando en el frío de la madrugada, la habían despedido con una bolsa llena de monedas de oro. Y Sarwan había prometido toda clase de cosas para el futuro.

—Ya lo verás. Será una travesía inolvidable —le había dicho, la misma noche que huyeron—. Vas a convertirte en hechicera. Podrás sacar a tus padres de este lugar horrible.

—Este lugar horrible es mi pueblo, no lo insultes —lo había corregido, molesta—. Y si no tienes ojos para notar que vale mucho más de lo que aparenta, es tu problema.

—Bien. Entonces, regresa algún día y muéstrale a esa gente todo lo que puedes hacer. Tendrás todo lo que necesites desde ahora.

Habían pasado más de nueve meses. Lo único que Nirali tenía era un atado con las pertenencias indispensables, al que cargaba en su espalda durante las caminatas. Interminables caminatas, en realidad. Eso, junto a una pequeña lámpara con una llama que llevaba sin apagarse jamás, gracias a sus cuidados extremos.

«Travesía inolvidable. Sí, por supuesto. Y los callos de mis pies son fuentes de algún poder mágico, supongo» se lamentó esa mañana.

Desayunaba a solas, porque Sarwan había salido a reunirse con el mensajero de la familia Sidhu. Ella no tenía ganas de verlo. No quería arrepentirse de lo que estaba haciendo. Por eso había enviado a su mentor con una carta para sus padres. La noticia de la muerte reciente de dos de sus hermanas mayores la había dejado sin ganas de saber más. Una no había soportado su segundo parto, la otra había caído en un brote de viruela en una ciudad fronteriza del reino.

Dejó de lado la tristeza, se terminó el pan y bebió la última reserva de leche con desesperación. Todavía no fue suficiente para calmar el hambre de días. Al cosquilleo en su garganta le siguieron las lágrimas que enturbiaron su visión y las ganas de correr a buscar al mensajero. Sabía que, si llegaba a verlo, se aferraría al carro y lo obligaría a llevarla a su casa de nuevo.

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