De recuerdos amargos y encuentros en supermercados

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—¡Sí, sí, está bien! ¡Soy refloja! ¿Contenta ya? —aseveró Maia, entre risas.

—Sí, lo estoy. Pero, aunque sos una floja, igual te quiero —manifestó ella, dedicándole un guiño.

La joven le dio un pequeño beso en la mejilla a su progenitora y, acto seguido, ambas se pusieron a recoger los paquetes y luego caminaron juntas hacia la salida del local. En cuanto se abrieron las puertas automáticas del supermercado, una desagradable sorpresa las recibió: estaba lloviendo a cántaros.

—¡Maldita lluvia de porquería! ¿¡Me estás cargando!? ¡Esto no puede ser! ¡Así nos vamos a empapar!

—¡No seas malhablada! Tampoco es para tanto. Cuando lleguemos, te secás y ya está.

Maia soltó un largo resoplido, resignada a mojarse de pies a cabeza, pues ninguna de las dos traía siquiera un paraguas pequeño. Comenzaron a avanzar a paso rápido a través del estacionamiento, pero la enorme cantidad de lluvia que caía las obligó a reducir la velocidad casi de inmediato. La visibilidad era limitada y el plástico húmedo tendía a resbalárseles de las manos. A duras penas, se colocaron debajo de un precario alero de una propiedad aledaña. Allí esperarían por el cambio de luces del semáforo que les permitiría cruzar al otro lado de la carretera, en donde se encontraba la parada establecida del autobús que pretendían abordar. Cuando estaba reacomodando las bolsas, la muchacha enseguida se percató de que había cometido un error.

—¡Ay, yo me mato! Creo que dejé uno de los paquetes chicos de jugos en el piso, junto a la caja en donde pagaste. ¡Qué tarada soy! Esperame acá, ma, voy corriendo a traerlo.

Antes de que la señora pudiera decir algo al respecto, Maia salió disparada hacia el establecimiento. Tal y como ella pensaba, el producto olvidado estaba justo a un lado del hombre que las había atendido hacía apenas unos momentos. La jovencita tomó la caja, la envolvió en una bolsa y se la llevó. Durante ese lapso, doña Julia ya había recogido las bolsas que la chica debía cargar y las había agrupado junto con las suyas. Pretendía cruzar la calle de una vez y esperar a su hija bajo un techo más amplio, dado que la lluvia podría estropear algunos de los paquetes de cartón que contenían los cereales. Los hijos de su jefa se enfadarían mucho si eso sucedía otra vez, como había pasado dos semanas atrás. Eran muy exigentes en todo lo concerniente a la calidad de lo que consumían. Para ellos, una caja arruinada significaba tirar el contenido a la basura. Lo último que la mujer deseaba era molestarlos de nuevo. No quería arriesgarse a perder el empleo por algo tan simple, así que se esforzó por cerrar muy bien las bolsas en donde traía los cereales y se dispuso a atravesar la calle.

El peso excesivo y lo voluminoso de los numerosos paquetes que cargaba ralentizaba sus movimientos. Las bolsas seguían escurriéndosele entre los dedos, lo cual la forzaba a detenerse por completo para poder reorganizarlas y seguir avanzando. Luego de varios segundos de lucha, la señora Rosales por fin pudo colocar los objetos de manera que se mantuvieran en estiba contra su pecho. Los apretó con ambas manos, esperó la luz roja del semáforo y empezó a andar. Iba feliz de ver que había logrado llevarse todas las compras por sí sola. Pero su sonrisa se desvaneció apenas unos instantes más tarde, cuando su tobillo derecho se torció bruscamente. Al estar tan mojada, no fue capaz de ganar el equilibrio perdido y terminó por aventar todos los paquetes al suelo. En cuestión de segundos, la carretera quedó decorada con un montón de latas, botellas, cajas y bolsas de distintos tamaños y colores.

—¡Ay, no! ¿¡Qué voy a hacer ahora!? —clamó la dama, mientras se agachaba para recoger, a toda prisa, el desastre que había ocasionado.

Maia se encontraba a unos pocos metros del sitio en donde su madre se había tropezado. Apenas distinguió la figura de la señora, la jovencita abrió los ojos al máximo. ¡Estaba justo en mitad de la calle!

Sonata de medianoche [De claroscuros y polifonías #1]Where stories live. Discover now