Bii'o - Ella espera

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— ¡Pare, no le haga daño! — clamé.

— ¡Dime lo que sabes! — le exigió con violencia.

— ¡Deténgase! — intenté liberarla. Aquella no era la forma de encontrar información. Me era imposible no sentirme conmovida por la historia personal de Métisse.

— ¡Suéltame! — revoloteó para zafarse.

— ¡Sé que has traicionado a muchos de tu misma sangre! — la estampó por segunda vez.

Ella gimió de dolor y bramó:

— ¡¡Yo no tengo sangre!!

Todos nos quedamos mudos cuando Métisse comenzó a llorar entre balbuceos. Había tantos juguetes rotos en aquellas tierras..., desechos humanos aniquilados por la ambición y los prejuicios. No podía culparla.

— ¡Déjela! — insistí.

Thomas Turner ya no estaba empleando ninguna fuerza y se apartó de ella un par de centímetros. Yo la abracé sin importarme recibir una bofetada por mi atrevimiento. Sin embargo, Métisse se echó a mis brazos como una niña y el odio se disipó, aunque solo fuera en aquel instante, entre las dos.

— Hazlo por Ishkode.

La petición del anciano estaba plagada de razón: yo lo desconocía en aquel momento, pero Métisse estaba perdidamente enamorada de aquel indio tenebroso.


‡‡‡‡


Habíamos conseguido un nombre que rastrear gracias a Métisse, uno que nos llevaría a los verdugos, pero no podía pronunciar palabra tras lo ocurrido con ella y la navaja del mercader. No temía a Thomas Turner, sabía que era un buen hombre, mas sus métodos distaban de lo que yo consideraba ético. Había una parte de él, inhóspita, salvaje, que ignoraba. En silencio, me acompañó de vuelta a casa y solo en la escalinata de la entrada intentó explicarse alegando:

— Espero que no me odie.

— No lo hago — tragué saliva —. Nunca lo odiaría.

— Lamento haber actuado así.

— Opino que no es a mí a quien tiene que pedirle perdón — dije sin mala intención.

Él se me quedó mirando unos segundos y finalmente añadió:

— Señorita Catherine, he matado a gente. No soy un santo. Tengo las manos manchadas de sangre. Dicen que todos tenemos un pasado, ¿no? El mío no es plácido. Tiene derecho a odiarme. He cometido barbaridades por una bandera, por dinero, por aburrimiento...

Aquella confesión, por irónica que resultara, no era una novedad para mí en realidad. Era el espectro de lo que avergonzaba a Henry Samuel Johnson. Existían pocas personas en el Nuevo Mundo que no hubieran realizado acciones dudosas en beneficio de su propia supervivencia.

— Usted es el caballero que conozco hoy. Un amigo, un apoyo, que jamás heriría a una persona indefensa. Con eso me basta.

Recordé las palabras de Jeanne y, acariciándole el rostro, musité:

— Todos tenemos derecho a la redención.


‡‡‡‡


Vi cómo Thomas Turner galopaba rumbo a su hogar bajo la oscuridad y la nieve grisácea. Apoyada en el alféizar de la ventana de mi habitación, deseé que aquel hombre se hubiera convertido en una buena persona. Me cuestioné en qué consistía realmente la moralidad..., si él debía obtener el derecho para rehacer su vida, ¿el padre Quentin también? Sin embargo, vislumbré un dato en los ojos del mercader que me hizo tranquilizarme: jamás había empleado la violencia en contra de los indígenas, solo la había empleado en contra de la milicia francesa o de rivales del mercado de pieles, más de diez años atrás. Hacía una década que no había empuñado un arma para arrebatar la vida de otro. Los muertos eran muertos, no importaba su procedencia. Al menos eso era lo más importante que había aprendido en Quebec desde mi llegada. Consideraba que hasta yo misma estaba cerca de cruzar la línea de lo políticamente correcto en aras de la obtención de justicia para los ojibwa. El reverendo Denèuve lo había expresado sabiamente: en el Nuevo Mundo había que mancharse las manos.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now