— Dispensen — cesó de escribir en la pizarra —. Son bienvenidas.

El clérigo dejó reposar el libro de cálculo sobre su mesa y se acercó. Me sorprendió lo joven que era: parecía rondar la edad de Antoine. Tenía el cabello rubio, muy corto y encerado hacia atrás; los ojos marrones, pequeños y hundidos en una nariz prominente. Era bien parecido.

— Encantado de conocerlas, mi nombre es Philippe Chavanel — se presentó.

Las dos le respondimos al saludo y nos explicó que estaba enseñándoles a sumar adoquines. Dos niños de la primera fila me saludaron en francés, llamándome "profesora". Se acordaban de mí más de lo que yo creía. Un poco más atrás, el rostro de Wenonah se iluminó con la fuerza de una docena de soles espléndidos al verme. Tuve unas ganas inmensas de abrazarla. Sin embargo, la que mayor interés despertaba era Jeanne: todos la miraban con infantil curiosidad.

— Qué niños tan adorables — añadió ella al dar un vistazo general.

— Se los presentaré — se ofreció el padre Chavanel. Denèuve parecía complacido.

Uno por uno, fue diciéndole su nombre y edad, datos que para mí también fueron novedosos. Me agradó que aquel cura supiera la situación personal de su alumnado. Los niños le inclinaban el rostro, algunos se reían, otros se sonrojaban. Jeanne les dedicaba la mejor de sus sonrisas, esa que te hacía sentir la persona más especial del lugar, y yo avanzaba detrás de ella, memorizando todo.

— ¿Son buenos estudiantes? — le acarició el cabello a uno de ellos.

— ¡Mucho! — se ilusionó.

— Aprenden a una velocidad pasmosa — dijo el reverendo Denèuve.

— Qué educados — comentó, llegando poco a poco al asiento de Wenonah, quien la observaba con cierto recelo —. Veo que algunos van vestidos a la francesa, ¿cómo es eso?

Yo sabía que aquella preguntaba guardaba una doble intención. Jeanne resultaba pacífica, casi superficial, una mariposa que revoloteaba alrededor del aula como quien se pavonea frente a un escaparate de perfumes, pero era altamente inteligente. Su objetivo distaba de ser una mera distracción de niña rica: estaba examinando todo.

— Esto... — carraspeó Denèuve, incómodo —. Estamos enseñándoles nuestras costumbres para que puedan adaptarse a una vida en las colonias. Se trata de plan de integración propuesto por la corona. Es un proceso paulatino que...

— No conozco en profundidad la situación de los indígenas — le interrumpió, sosegada —, pero he visto a algunos de ellos en la parte baja de la ciudad y parecen relacionarse muy bien con el resto, aun a pesar de sus ropas.

Yo reprimí una sonrisa victoriosa. Ambos clérigos la miraron, sin saber qué decir.

— La doctrina establece un decoro — comenzó a explicar el reverendo —. Entienda que no es bueno para la comunidad que sus ciudadanos recorran las calles ligeros de ropa. Nuestras costumbres establecen que...

— Entiendo — le cortó, implacable, pero tan sutil que era imposible acusarla.

Había anotado un triunfo, pero no duró mucho. Todos los niños que ocupaban la fila donde Wenonah estaba sentada llevaban el pelo cortado y vestían a la europea. Supe que aquella localización estaba escogida a conciencia. Intenté hacer memoria y me di cuenta de que muchos de ellos llevaban el pelo largo durante mi última lección de clavicordio. ¡Tan solo había transcurrido una semana! Deseé que fueran hijos de salvajes conversos. No quería pensar que compañeros de Namid, miembros de la tribu, habían pasado por aquella tortura en cuestión de días.

Con aquel rastro de tristeza en mis pupilas llegamos hasta donde se encontraba mi joven amiga. Buscó mi mirada, confundida por la presencia de Jeanne, y me encontré calculando cuánto tiempo le quedarían a aquellas trenzas. Namid debía de sacarla de allí antes de que Quentin le pusiera las manos encima.

— Esta es Wenonah — le susurré a mi hermana al oído, puesto que le había contado muchas cosas sobre ella.

— Conque esta es la joven Wenonah... — sonrió.

Le tendió la mano y ella dudó.

— Marion — se alertó el padre Chavanel.

— Aaniin, nishiime — la saludé en ojibwa.

Cuando lo hice, los tres clavaron sus ojos en mí, atónitos. Jeanne desconocía que yo supiera palabras en aquella lengua y Denèuve se escandalizó por mi rebeldía. No obstante, no me dirigí a ella de aquella forma para causar descontento en los clérigos, sino porque sabía que era la única forma de que Wenonah pudiera entenderme y no se sintiera amenazada.

— Esta es Jeanne — la señalé —. Jeanne. Mi nishiime. Ella es mi nishiime.

Wenonah dejó de fruncir el ceño y sus ojos volvieron a iluminarse. Rápidamente, le estrechó la mano. Jeanne se sorprendió por el repentino gesto, pero rápidamente se recuperó y le sonrió con dulzura. Había tanto candor en los labios de aquella niña que creí advertir cómo mi hermana se encaprichaba con ella como yo lo había hecho semanas atrás. Al descubrir la identidad de alguien tan cercano a mí en sangre, Wenonah estaba rebosante de alegría.

— Qué niña más bella. Tiene un cabello precioso. Qué ojos — la halagó, recorriéndole el rostro con los dedos.

— Aaniin, nishiime — la saludó con sencillez. Ninguno de los clérigos se atrevió a interrumpirlas.

— ¿Qué ha dicho? — me preguntó.

— Hola, hermana.

Jeanne se giró para mirarme, pasmada con aquella respuesta. Quise decirle que pronto se acostumbraría al cariño altruista de aquellas gentes si se tomaba el tiempo de conocerlas sin prejuicios. Conmovida, le apretó la mejilla con afecto y dijo:

— Tú y yo vamos a ser muy buenas amigas. De esto estoy segura.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora