Giiwedin - Viento del norte

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— A los indios les encantan las monedas brillantes — se quejó.

Había poco material que repartir y muchas manos esperándolo. Lo encontré preocupado por sus chicos, como los llamaba. Muchos de ellos eran padres de familia que no tenían otra forma de ganarse la vida. Su grupo no tenían las facilidades de las que gozaban los ingleses y los holandeses. Me dijo que habían conseguido obtener pieles de buena calidad, competentes en el mercado, pero que los negocios dependían mucho de la suerte. La subasta duraría un par de días y conllevaría la visita de individuales adinerados o recaderos que tenían la responsabilidad de transportar las pieles más allá de América, a Europa, donde los nobles se mordían las uñas con avaricia para ser dueños de la ropa más lujosa y exótica. Los propios habitantes de Quebec y alrededores constituían un interesante conjunto de compradores, así como los indios, que o bien vendían directamente sus pieles en la subasta sin la intervención de los blancos o buscaban vendérselas por un precio justo.

— ¿Le gustaría acompañarme durante las subastas? — me sugirió de pronto —. Es una buena oportunidad para ver cómo funciona, será entretenido.

— ¿Y-yo? — balbuceé.

— Sí. Usted sabe de moda, es francesa. Apuesto a que sabrá regatear.

— Yo...

— ¡Vamos, anímese! Se divertirá, se lo prometo.

‡‡‡‡

Thomas Turner consiguió arrastrarme a sus planes como había hecho el reverendo Denèuve. Sin embargo, la visita a la subasta de pieles me suscitaba mayor ilusión que las clases de clavicordio. Él me protegería. Así me lo aseguró cuando echamos un par de partidas de naipes después de comer. Hablamos sobre su padre y tomé aquella oportunidad para preguntarle sobre la relación que los indígenas mantenían con los caballos.

— Suscitó mi atención lo mucho que su padre narraba sobre los caballos ojibwa.

Él arqueó una ceja, no por la sospecha, sino por mi poca costumbre a comunicarme, sobre todo a inaugurar temas de conversación.

— Los caballos son más importantes que la riqueza. Mi padre lo sabía bien — dio una calada a su puro —. Los ojibwa los cuidan como a sus propios hijos, son su bien más preciado. Casi antes de aprender a caminar, los niños ya saben cómo montar. Es usual que les adjudiquen uno nada más nacer, sobre todo si una yegua ha dado a luz. Creen que es una bendición que una mujer de la tribu se quede encinta al mismo tiempo que una yegua. Crecen con su caballo y permanecen con él hasta que muere. Enterrar a un caballo conlleva una ceremonia de igual religiosidad que la de hacerlo con su jinete. Se establece un vínculo irrompible, saben cómo domarlos. Tenga en cuenta que muchos de ellos, como mi padre bien contaba, no son caballos al uso, son salvajes. No me equivocaría al decir que solo los indios son capaces de amansarlos, a mí me darían una coz y me matarían. Los caballos salvajes son muy peligrosos. Aquel chico al que salvó, el hijo del curandero — me puse nerviosa en mi asiento. "Namid", completé en mi mente —, es uno de los mejores amaestradores de caballos salvajes que he visto.

Como siempre, Thomas Turner tenía razón: lo era. La forma en la que se comunicaba con ellos era casi mágica. Tuve el deseo de poder verlo junto a ejemplares salvajes, aunque fuera desde lejos. No podía borrar la sonrisa bobalicona del rostro.

— Yo he presenciado sus pericias en un par de ocasiones. Tiene más maña con los animales que con las personas, parece ser — se rió sin maldad —. Su caballo es uno de los mejores de la región. Conozco esa historia, pero apuesto a que se aburrirá, a veces hablo demasiado.

— No, por favor, cuéntamela. — el tono de mi voz disimuló bastante pésimamente.

— Por lo que sé, ese joven nació, como le he dicho, con un corcel asignado. Creció con él y era un buen caballo, pero no tan joven. Es difícil que se den los nacimientos simultáneamente. Desconozco los detalles, pero lo perdió en una reyerta hará unos cuatro años. Por mucho que los franceses de esta región defiendan a capa y espada que su relación con los indígenas siempre ha sido pacífica, mienten. Podía haber sido más sangrienta, eso es verdad, pero han muerto muchos más indios de los que cree. Su caballo murió en una pelea por la cesión de unas tierras, las que están en la granja de camino a Quebec. Eran de los ojibwa. Prometieron dejárselas, pero mintieron. Poco a poco fueron comiéndoles terrenos hasta que el conflicto estalló. Ese joven ha visto más sangre que yo en mis treinta años, y yo he visto mucha. Una vida violenta, la de los indios. — dio otra calada —. Los caballos siempre son el blanco; una vez los hieres, no pueden levantarse y tienes al jinete a tu merced, es la primera regla. Supongo que al suyo también le dispararían..., el caso es que un ojibwa siempre debe de poseer un caballo propio y él no podía ser diferente. ¿Ha visto a su caballo actual, verdad? — asentí —. Es precioso, ¿no es cierto? Lo llaman Giiwedin, significa "viento del norte". Ya era un animal famoso antes de que él lo tomara como suyo. Cuentan que proviene de las tierras de los Inuit, los indígenas que viven más al norte, en pequeñas casitas redondas hechas de hielo, pero nadie sabe cómo Giiwedin y su manada de caballos llegaron hasta aquí. Eran ejemplares muy indómitos, uno de ellos acabó con la vida de un primo suyo mientras intentaba montarlo. A pesar de eso, su querido amigo consiguió domar al más bravo y convertirlo en su compañero. No tengo ni pajolera idea de cómo lo hizo. Siempre cuentan esta historia en la taberna de Louis. Fascinante, ¿no cree?

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now