Capítulo 2 - Escena 8

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El desayuno estuvo a la altura de las expectativas, como de costumbre. Después de recoger un poco los platos y preparar los últimos detalles para la jornada en los arrozales, la familia al completo salió de casa. En las puertas de las casas vecinas, un par de familias repetían el mismo ritual que ellos. Ahí estaban los Wú: Feng y Lili y su hijo de cinco años, Jian. También estaba la familia Zhang: Hao y Ying y sus hijos Fo y Jun de cuatro y siete años. Todos ellos despedían a sus respectivos hijos con sonoros besos y se disponían para una dura jornada en los arrozales. Los niños corrieron calle arriba bajo la mirada atenta de sus padres. Como todos los lunes, era día de escuela.

—Vamos, Xiao, que vas a llegar tarde. Qué tengas un buen día, hija —dijo Chen a su pequeña, dándole un beso en la frente.

—Adiós, papá. Adiós, mamá. Que tengáis un buen día vosotros también.

Xiao salió despedida calle arriba. Las dos coletas que le había hecho su madre empezaron a bambolearse a ritmo uniforme de un lado a otro de su cabeza mientras la niña trotaba entre los adoquines. Los orgullosos padres se quedaron un rato mirando cómo su hija se marchaba al galope. En ese momento, de otra de las puertas de la calle, salió tímidamente Jie. En cuanto Li la vio salir de su casa un sentimiento de congoja le recorrió todo el cuerpo.

Jie era la mejor amiga de Xiao. Tenía cuatro años, uno menos que su hija y se llevaba muy bien con ella. Reían, jugaban, se ensuciaban y disfrutaban de la vida como si los problemas no existieran. Era el derecho y la obligación de los niños. Disfrutar por ellos mismos y por los mayores para renovar la alegría en el mundo. Sus vidas habían corrido paralelas desde muy pequeñitas hasta que, cinco meses atrás, de la manera más brutal posible, tomaron rumbos distintos.

Todo había ocurrido muy rápido, otro lunes de escuela y otro lunes de trabajo. La única diferencia era la temporada. En el sur de China, si el tiempo acompañaba, se podían realizar hasta cuatro cosechas en un mismo año. 2016 fue un año propicio para ello y en los últimos compases de septiembre todo la aldea se afanaba en la recogida de la cuarta cosecha de arroz. La jornada estaba resultando rutinaria, como de costumbre. La mañana había amanecido tranquila, pero a media tarde el cielo empezó a oscurecerse por un grupo de nubes negras que parecían cargadas de amenazante lluvia. No tenían la intención de marcharse y se empezaron a asentar en los alrededores del valle. La temporada de monzones llegaba a su fin y quería despedirse a lo grande, con una auténtica traca final. Las nubes descargaron con una violencia sin precedentes sobre los arrozales creando auténticos ríos de agua que desbordaban los bancales y arrasaban todo a su paso.

Alarmados por la situación, la mayoría de los vecinos dejaron sus trabajos y corrieron hacia la aldea para ponerse a salvo en sus casas. La lluvia les había pillado a todos por sorpresa y la bajada de las colinas, aunque asequible con buen tiempo, se complicaba por el barro y los torrentes de agua que iban en aumento. Los padres de Jie se encontraban trabajando en uno de los bancales de más altura, por lo tanto más alejados del camino de regreso. Lixue, la madre de Jie, no era de constitución muy atlética. A pesar de sus treinta y ocho años, la vida no le había tratado muy bien. Estaba bastante encorvada debido a la mala postura constante que suponía el trabajar en esas condiciones y le costaba moverse con facilidad. Shen, el padre, suplía las carencias de su mujer con un cuerpo adaptado a las duras condiciones del campo. Su fuerza y destreza eran envidiadas en el pueblo y motivo de comentarios muy sugerentes entre el resto de mujeres. Pero, desgraciadamente, esos atributos no fueron suficientes. A medida que bajaban la pendiente de la colina, el torrente de agua fue haciéndose cada vez más fuerte. Shen ayudaba como podía a su mujer, a la que le estaba costando mucho trabajo bajar. Los pies se le hundían en el barro y mostraba evidentes signos de esfuerzo. La desesperación iba en aumento. Hasta que uno de los diques de un bancal superior se rompió. La fuerza del agua fue superior que la que pudo ejercer Shen para no verse arrastrado. Los dos cuerpos bajaron con una fuerza brutal colina abajo encomendados a un destino sin final feliz. No se supo nada más de ellos hasta dos días después, cuando, tras muchas búsquedas, se les encontró valle abajo detrás de un grupo de árboles que les habían hecho de parapeto. Los cuerpos sin vida de Lixue y Shen permanecían abrazados. En el último instante Shen había abrazado aquello que más quería en este mundo en un intento desesperado por mantener la vida de su mujer junto a la suya. No lo había conseguido. El torrente de agua se había llevado ambas. Sin embargo, lo que no pudo llevarse fue el cariño y el amor que se profesaban y que quedó inmortalizado para siempre con aquel abrazo que la fuerza de la naturaleza fue incapaz de quebrantar.

Nadie tuvo el valor suficiente para decírselo a Jie. La niña había pasado los dos días posteriores a la desaparición de sus padres en casa de sus abuelos con la incertidumbre de la muerte acechando en cada esquina. Lo único que la consolaba a ratos era una pequeña muñeca de trapo de la que no se desprendía. Era la imagen de una guerrera antigua, de una princesa, y Jie la protegía como a su propia hija, manteniendo largas charlas con ella.

Finalmente, la responsabilidad de las malas noticias recayó sobre Long, el abuelo materno de Jie, uno de los hombres más ricos de Qingkou, aunque eso no significara mucho en aquellos momentos. Long tenía ya ochenta y dos años. Había vivido innumerables experiencias, pero nunca se imaginó la de sobrevivir a su propia hija y a su yerno. Fue un momento muy duro, aunque lo más duro fue explicarle a Jie porqué sus padres se habían ido para siempre. Jie era una niña muy alegre. Siempre andaba haciendo bromas. La noticia le arrancó la alegría como el agua había arrancado la vida de sus progenitores. Long y su abuela Miao tuvieron que sacar fuerzas de donde ya no había para hacerse cargo de la pequeña. Fueron unos momentos muy duros.

Por eso, cada vez que Li veía a la pequeña Jie, le entraba la angustia. Como taoísta, Li creía firmemente en que la muerte formaba parte de la vida. Un sufrimiento fundamental al que todo ser humano tarde o temprano tendría que enfrentarse. De algún modo, relativizaba la muerte, pues no era más que un trámite para la otra vida. Pero lo que no encajaba en ese esquema era la pobre Jie. La niña era demasiado pequeña para entender los designios divinos y no se podía explicar qué culpa podría tener ella en todo eso. El no poder obtener respuesta le llenaba de desazón.

Li tardó tiempo en olvidar y aprender una lección de ello. Quizá uno de los motivos de la muerte de Lixue y Shen fuera precisamente que ella la aprendiera. Una lección que se nos recuerda a menudo y que con la misma facilidad olvidamos una y otra vez. Vivir la vida como el primer día, no como el último. El primer día llegamos a este mundo vulnerables, pequeños y débiles, pero rebosantes de curiosidad y de ganas de exploración. Nacemos equipados con cinco sentidos que desde el comienzo de nuestra existencia empiezan a registrar todo cuanto nos rodea. Las experiencias y sensaciones que registramos nos desbordan y rompemos a llorar. No lloramos porque el mundo cruel nos haya dado una bofetada, sino porque el llanto es la manera más sincera que tenemos para expresarnos. Si recordáramos las sensaciones de nuestro primer día tendríamos la absoluta certeza de que éstas no se podrían comparar con ninguna otra que hayamos vivido. Esa era la lección que aprendió Li. Frente a la muerte, la vida. Disfrutar como la primera vez de todas y cada una de las sensaciones que se le presentaran. Llorar, reír, sentir.

Esa epifanía le había llegado a la edad de treinta y cuatro años y desde ese momento se afanó en inculcársela a su hija. Xiao había crecido bajo los valores del taoísmo sobre el amor a la vida y a la naturaleza. Li quería añadir su pequeño granito de arena.

FIN Capítulo 2 - Escena 8.

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