Capítulo 5: Hija de las Llamas

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Templo del Sol

  El templo era un lugar oscuro, rebosante de terror e intranquilidad. Ubicado en la cima de la montaña Quinquea al oeste del continente, aquella montaña que no destacaba por altura debido a su variedad de competidoras, pero su cercanía a las llanuras y su punta aplanada la hacían ideal para las estructuras.

  Antaño vivían allí pequeñas criaturas conocidas como Minores, con forma de un niño humano promedio de ocho años compuestos completamente por piedras y adoquines unidos con cristales incrustados como ojos. Aunque realmente eran ciegos (no se supo como escuchaban o se comunicaban), les era de utilidad para identificar distintos grados de jerarquía: Los ojos esmeralda indicaba una clase en desarrollo, mayormente pasaban a tener ojos azules zafiro que era la clase obrera que instintivamente extraían minerales para su consumo, minaban grandes extensiones de túneles y en ellos construían sus madrigueras con tamaños en proporción a la familia que vaya a vivir en ella. Los ojos rubí transportaban los minerales a consumir, actuaban de maestros para los esmeraldas y, algunas veces, como capataces cuando dejan de ser zafiros. Por encima de la pirámide jerárquica se encuentran los ojos de diamante que mayormente existía uno solo por poblado debido a las disputas por conservar el cargo. Éstos se ocupan de supervisar al poblado, dividir los minerales y resolver conflictos.
Los Minores carecen de aparatos reproductores por lo que se suponía que se creaban a partir de rocas, encantadas por el dragón Cran "Creador de Montañas". Pero aún así su existencia desde el comienzo de la Tercera Era a disminuido hasta quedar restos de lo que algún día fueron los "Come Montañas", llamados así por los Zaes que lograron entrar en contacto con las criaturas, que se presentan amistosas siempre y cuando no se invada su territorio.

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  La desaparición de estas criaturas y la ignorancia de los sacerdotes de fuego llevaron a la formación del templo del sol, que aunque se viera como una ruina escarlata en la punta de una montaña, en su interior se expandía una red de túneles que ocupaban lugar en dos montañas. Los sacerdotes descubrieron las instalaciones de los Minores y las modificaron para darle lugar a todos los amantes del fuego.

  La sala de crías se encontraba profundo, casi en la última planta. La sala llevaba cráneos de humanos decorados en los bordes y pequeños agujeros de las paredes, además de largos estandartes carmesí con un brillante sol dorado en el centro, rozando el suelo de adoquines grises a causa de las cenizas. Al fondo, mirando hacia la entrada se encontraba la estatua de roble del dios Fuego decorada con dibujos, garabatos y frases en idioma antiguo marcados con carbón aún siendo brasas. En el centro se hallaba un pilar escarlata, ennegrecido en el centro por las continuas fogatas que se realizan. Y desde el pilar hasta la entrada de la sala se expandía una larga alfombra amarilla repleta de pisadas grises de las botas de los sacerdotes.

  El ritual estaba por dar comienzo: los novicios entraron con sus velas aromáticas para ahuyentar los espíritus que no sobrevivieron al ritual y refrescar el aliento del señor Fuego, detrás llegaban los campanarios, sacerdotes rojos que mutaron por su amor a su dios obteniendo magias y propiedades que ningún Zae podría alcanzar, insuperables a excepción de un dragón. Llevaban el rostro tapado por una máscara de un humano deformado: tres ojos y dientes afilados de tiburón. Sus túnicas llevaban bordado una llama en sus espaldas con lino dorado y rojos rubí, con inscripciones en donde se extienden las extremidades. Los campanarios hablan el idioma antiguo debido a que entran en contacto con su dios pero pueden entender ágilmente el idioma de los Zaes. Detrás llegaban los sacerdotes y sacerdotes superiores.
Se acomodaron; formaron filas respetando sus respectivas posiciones según su rango. Los pocos campanarios que habían se arrodillaron frente al altar formando una ronda. Soñaron despiertos con su dios; imploraron y hablaron con él. El predicador llamado Yotuel, un sacerdote único que habla ambos idiomas y es utilizado para traducir las palabras de los campanarios, se dejó ver de entre la muralla de hombres escarlata. Subió un pequeño escalón apartado del altar y sacó de su pequeño bolso de cuero un libro gastado, cenizo y mugriento, manchado en sangre; con tapado de escamas de un rojo rubí, brillante y hermoso. Pasó páginas mientras su polvo llenaba los pulmones del predicador obligándolo a toser de vez en cuando, sumándole su vejez y mala salud. Las páginas arrugadas, quemadas y amarillentas se deslizaban por las onduladas yemas de su dueño. La ronca voz del predicador llenaba el vacío de la sala sobrepasando con creces las voces espectrales de los campanarios.

Linaje del Dragón: NacidosWhere stories live. Discover now