18 - El choque de dos destinos.

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-- Nicole --

Nos hicimos mujeres juntas. No de la forma en la que pensáis... Quiero decir, crecimos y maduramos la una junto a la otra; inseparables, como siempre. Las habladurías que había en torno a nosotras jamás cesaron. ¿Pensábais que sí? Ilusos...

A pesar de la maldad de las palabras, esta vez por parte de nuestras compañeras de trabajo, las niñas nos adoraban. Éramos sus profesoras preferidas: nosotras le ofrecíamos el amor que ellas necesitaban y las atenciones que se merecían, no las tratábamos a base de palos y griterío como hacían las demás. Sus mentes inocentes ignoraban las historias que nos rodeaban o, si las creían, lo hacían a modo de juego, sin dejar de creer nunca en nosotras, ni siquiera de confiar.

De hecho, las otras meretrices, digo, institutrices, acrecentaron las historias por el simple hecho de que nos encantaba leer y nos encerrábamos en nuestras horas libres en la biblioteca. ¡Por favor! ¡Mujeres leyendo y cultivando su sabiduría! ¡Qué desfachatez...! Aunque Marion y yo no compartíamos la temática: ella siempre surcaba las hojas de los pasajes e historias bíblicas y yo... Bueno, yo era un poco más peculiar.

También continuaron alimentando la idea de que nos rodeaba un aura demasiado extraña. En Marion, extremadamente calmada. En mí, extremadamente atemorizante. Es más, mis ataques de ira en contra de mis compañeras, cansada ya de tanta pantomima, eran de Guinness. Y, cómo no, vuelta a la tontería de que se me ponían los ojos blancos. De verdad, chicas, ¿qué os tomábais? ¿Heroína? ¿Peyote? ¿Le dábais duro a los barbitúricos? Nadie se creía la historias de aquellas condenadas, ya hasta las niñas se reían de ellas. Así que, entre eso y que no nos soportaban -yo creo realmente que hasta nos tenían pavor-, acabaron yéndose del orfanato y nos dejaron a Marion y a mí solas a la cabeza del lugar. Lo agradecimos, nos iba muchísimo mejor.

Nos iba muchísimo mejor hasta que aquellas meretrices... Perdón, institutrices. Vaya, siempre me equivoco... A lo que iba: nos iba muchísimo mejor hasta que nuestras antiguas compañeras empezaron a divulgar sus historias de drogadictas por todas las calles de Innsmouth. Llegaron hasta a inventarse que Marion y yo compartíamos cama e incluso, en el silencio de la noche, se escuchaban gemidos provenientes de nuestra alcoba. Marion y yo compartiendo cama, ¿os lo imagináis? Jamás pasamos de compartir habitación, cada una en una punta de la misma.

Y eso me mataba por dentro... Ojalá hubiesen sido verdad esos mitos. No había nada en el mundo que deseara más que tener a Marion entre mis brazos. Mi Marion... La causante de mis sonrisas y mis suspiros. La amaba, con todas mis fuerzas. La amaba desde aquella vez que posó sus preciosos ojos azules sobre los míos cuando se presentó. Jamás había sabido cuál era el sentimiento que tenía hacia ella hasta hace unos meses, que el simple hecho de tenerla un poco más cerca de lo normal me ponía de los nervios y la piel de gallina.

Pero era cristiana. Muy cristiana. Acérrima a sus creencias, forjadas durante años de lectura. Marion no sentía nada por mí, salvo una sana y preciosa amistad y lealtad. Sólo eso. Era algo que me mortificaba. Mi corazón latía por ella con fuerza, mientras que el suyo... Bueno, el suyo latía porque así lo quería su anatomía.

Para ella, siempre he sido una viciosa sin remedio. Una impulsiva zorra y salida invadida por la lujuria, a la cual le daba igual hombre que mujer para encontrar el placer carnal. Ella creía que siempre la buscaba para saciar mi sed de sexo, pero no era así. Nunca fue así. Y bien se lo dejé claro aquel día que me declaré. Lo recuerdo como si fuese ayer:

Volvía de mis rezos, -sí, mis rezos...-, cuando entré por la puerta y la ví ahí, plantada en su sillón, leyendo su preciada Biblia. Mi rostro se iluminó por completo y en él se dibujó una sonrisa de oreja a oreja, embobada.

— Mi pequeño gran ángel de la guarda. Luna que ilumina mi oscuro camino... ¿Me has echado de menos? — Me acerqué a ella y me acuclillé en frente suya, posándole las manos en los muslos para aguantar la postura. — ¿Me tiene mi querida dama la cena lista? — Bromeé, como si fuese el marido recién llegado del trabajo. Ella alzó la vista lentamente de la Biblia y miró con desprecio mis manos.

Entre el bien y el malWhere stories live. Discover now