La mirada que no olvidó

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Sarwan fijó la vista en el paisaje que, de a poco, iba cambiando a través de los barrotes del carro-celda. El centro de Refulgens iba quedando atrás, los edificios con sus torres de puntas redondeadas comenzaban a espaciarse, para dar lugar al verde del monte otra vez. Sintió llorar a su pupila, pero el sonido le llegó lejano, amortiguado por el estupor en el que estaba sumergido. Ya no le quedaba más por hacer. Tenía tiempo para dedicarse a desmenuzar sus sospechas sobre lo que estaba ocurriendo.

«Hay algo extraño en esa salamandra, sé que anoche estuve cerca de darme cuenta. No tengo idea de la razón por la que nos han dejado vivos hasta ahora, en lugar de eliminarnos apenas llegamos. Algo no tiene sentido. Si pudiera dar de nuevo con esa sensación de anoche...»

En el primer momento en que la bailarina había fijado su mirada en él, un escalofrío lo había estremecido. Una especie de reconocimiento que iba más allá de la razón.

«¿Será posible? ¿Después de todo, será ella?»

La remota posibilidad de que Aruni fuera «ella» se había desvanecido cuando habían caído presos. El hechicero no tenía razones para seguir dándole vuelta al asunto.

«Sin embargo, esos ojos... Estoy seguro de haber visto esos ojos.»


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—¡Basta! —había gritado el Sarwan adolescente, en el desierto de Kydara.

Aquella noche, diez años atrás, él estuvo a punto de atestiguar el sacrificio de una elemental de fuego que antes que un monstruo más bien parecía una niña. No pudo soportar la escena y terminó poniéndose en evidencia.

Su maestro desvió su atención un instante del hechizo y algo pareció quebrarse en el ambiente. El muchacho quiso creer que la decepción del alumno había alcanzado al mentor. Que su presencia allí lo había afectado.

—¿Sarwan? —preguntó el hombre, desconcertado—. ¿Qué haces aquí?

El joven pensó que algo del Anjay que él había conocido todavía seguía vivo detrás de aquella apariencia imponente de mandatario del ejército de Daranis. Lo cierto fue que la fuerza del círculo mágico había desaparecido. Los soldados perdieron la rigidez que tenían en sus puestos y lo miraron desorientados.

Entonces, la pequeña sobrenatural encontró su oportunidad.

Con un soplido descomunal, ella logró encender el cuerpo de Anjay como una brasa. El recién llegado no terminaba de asimilarlo, pero el ritual se había transformado en el escenario del asesinato del general. Los gritos del hombre se convirtieron en quejidos y, en pocos segundos, se apagaron junto con su vida.

El horror paralizó a los presentes, todo fue demasiado rápido. Sarwan parpadeó, incrédulo.

«Estoy soñando. Voy a despertar en cualquier momento y habré caído por la fiebre en algún lado del campamento. Esto no está ocurriendo. No es real» se dijo, con la garganta ardiendo por los sollozos que lo obligaban a tomar más aire caliente del que hubiera debido. Pero aquello no terminaba. No podía haber estado más despierto.

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