Ananciel luchó por liberarse de Madelaine, pero ésta la miró con severidad y la calmó, viendo a la par como la camioneta impactaba con el cuerpo rígido de la competencia de su amiga. La gente comenzó a gritar. Entonces, la soltó y apoyó las manos en el vidrio del local, quedando anonadada. Ananciel aprovechó su aturdimiento y traspasó el mismo corriendo hacia la calle, sin perder el tiempo.

No podía ser cierto.

—¡Ananciel, no! —gritó Madelaine, horrorizada, pero antes de que intentara ponerse en pie y seguirla, una fuerza invisible la aprisionó y dejó inmóvil, acuclillada en el lugar.

—No intentes nada y vivirás —una hórrida voz sonó desde dentro de su cabeza, haciendo que abriera los ojos en grande y se mareara. Temió lo peor. Intentó gritar y no pudo. No tenía control sobre su fisonomía. De pronto, comenzó a estar débil, quebradiza. Sintió como su alma se fragmentaba, como perdía fuerzas, se separaba de sus obligaciones y pendía de una cuerda. Entonces, una presión acunó su pecho y ennegreció su visión. Pocos segundos bastaron para que estuviera por completo a la merced de la fuerza, y ahí, cerró los ojos—. Eso, así está bien —dijo esta vez una voz dulce, la de ella.

Ananciel llegó a la ventanilla del piloto entre gritos de espanto y la mirada atenta de quien había provocado el accidente. Traspasó la estructura para ingresar a la cabina. Gema estaba con la cabeza pegada a la bolsa de aire, que se había activado tarde. Tenía las manos inertes colgando a sus costados, así que, con cuidado, despegó su cabeza y la apoyó en el respaldo de la silla. Un gran trozo de vidrio estaba enterrado en su frente, y la sangre, salía de los cortes producidos en sus extremidades que se encontraban descubiertas. Seguía respirando, sí, pero no resistiría demasiado.

—¡Llamen a una ambulancia! —gritó alguien a lo lejos.

—¡Se estrelló con la nada! —gritó otro entre la multitud que se comenzaba a formar.

Ananciel la abrazó. Fundió su cuerpo con el de ella e hizo lo más coherente que se le vino a la cabeza al ver su decrépito estado: guardar sus recuerdos. Poco a poco, las vivencias importantes fueron tomando forma en la mente de la joven Buscadora. Pero, una mano sobre su hombro la obligó a separarse a los dos segundos de establecida la conexión, haciendo que solo imágenes borrosas quedaran en su cabeza: sin rostros, sin lugares ni nombres. Un nada.

—No, yo lo haré —Bruno la giró y le dijo con fingida convicción, estaba asustado, ella no debería estar ahí, nadie debería estar ahí, ni siquiera él. Las personas hicieron un círculo a su alrededor, tratando de mirar al interior de la cabina, sin notarlos en lo absoluto.

—¡Déjame! —gritó ella, intentando apartarse para volver a abrazar a la chica de apelmazado cabello rubio—. ¡La asesinaste! ¡No dejaré que también le robes sus recuerdos, los guardaré y se los devolveré después del juicio!

Bruno la sostuvo con más fuerza, esta vez sin darle el mínimo espacio para seguir hablando, rostro con rostro, su mejilla pegada a la de ella. La puso nerviosa.

—Escúchame bien —susurró y la joven Buscadora dejó de resistirse—. Te irás ahora mismo y no le dirás nada a nadie. Ni tú —apuntó con su dedo hacia la vidriera de la cafetería, donde Madelaine los miraba fijamente, sin expresión—, ni tu amiga, ¿oíste?

—Todo nuestro pliegue lo sabrá —amenazó en cambio—, me encargaré que incluso los ángeles y los miembros del Consejo lo sepan, no te lo perdonarán —escupió sus palabras, encolerizada, muy consciente de que aquel Buscador era casi un ángel y podía hacerla añicos con la velocidad del pensamiento—. Ahora..., déjame guardar sus recuerdos, luego de eso seguirá el conducto regular y tú serás condenado, tú y Azrael.

El Buscador, al oír lo último, se separó de ella y estudió su rostro. La voracidad con la que sus ojos cafés lo miraban, lo hizo temer lo peor. Y eso solo significaba que tendría que hacer algo al respecto, algo que no quería, jamás se perdonaría, y todo el cielo sabría.

—Gema es solo una humana —trató de suavizar el tema para que desistiera sus planes—. Sus días estaban contados, era mi misión, Azrael no tiene nada que ver en esto.

La aludida, a sus espaldas, comenzó a despertar.

—Los oí —contraatacó la castaña—. Él te envió, incluso te ofreció mi compañía, los oí y por eso te seguí —dijo, tratando de juntar las piezas en su cabeza para comprender el motivo de la muerte—. Lo que han hecho va en contra de nuestras normas, en contra de nuestro juramento y ética. ¡¿Qué pasó por tu cabeza, Bruno?! Creí que eras noble, un competidor digno de mi respeto, no un vil...

—No lo digas, por favor.

—¡Claro que lo diré! ¡Eres un asesino! —Ya estaba, había llegado a su límite. Se convirtió en luz y se lanzó encima de él, inmovilizándolo.

Gema abrió los ojos por completo, y al ver lo que había frente a ella, y la decena de personas que estaban pegadas al vidrio mirándola, cayó al suelo del susto, estando con su cabeza enterrada en el asiento y su trasero pegado al pavimento.

Con un grito desgarrador se paró y vio la cosa más terrible que alguna vez imaginó. Su cuerpo, ya no lo era. Se encontraba sentada en el asiento con los ojos a medio cerrar, un vidrio estaba ensartado en su frente y de su nariz salía sangre. Ella, no era ella. Había salido de su cuerpo y su cintura ahora se encontraba traspasando la caja de cambios, sin llegar a sentirla siquiera.

Movió una mano, eran sus movimientos, los mismos dedos de siempre, aunque de un color más pálido y enfermizo, notó que se trasparentaba si la cerraba. Era casi invisible. Deseando que todo fuera una pesadilla, se agachó a la altura del espejo de la puerta del copiloto y... no se vio.

—No, no, no. —Salió del interior del vehículo, traspasando su cuerpo inerte en el acto. Llevó sus manos a su cabello, a su frente, las sentía, pero no había sangre, estaba limpia. Volvió a ver el interior del vehículo, al mismo tiempo que un señor se acercaba a ella para ver más de cerca y, lo traspasó—. ¡No!

Ananciel se transformó a su forma normal cuando la vio y notó su energía, y Bruno levantó la cabeza al notar que había dejado de ser golpeado. La Buscadora se irguió derecha y se quedó mirando el alma de la chica. Eso era algo que siempre hacía, de ese modo las reconocía.

Gema desprendía un brillo diferente al que había visto, era uniforme y mucho más pálido a los otros. Pero eso no fue lo que más llamó su atención, sino sus ojos. Eran de un celeste tan claro que podía confundirse con el cielo mañanero..., y eso no era normal, no para los humanos al morir.

—No puede ser cierto... —susurró, y Bruno, que se acababa de parar, la tomó por la muñeca con brusquedad atrayéndola a su cuerpo para inmovilizarla. Enseguida, imias de colores salieron de su cuerpo y los envolvieron—. ¡No! ¡¿Qué estás haciendo?!

Al instante, aparecieron en otro lugar.

El destino del fantasmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora