01 - Nací, crecí y me casé.

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Volví a casa algo decaído por la situación, porque no tuve agradecimiento por parte de la chica, y con los nudillos algo doloridos por la lucha. Cené en silencio y cabizbajo y fui pronto a dormir, pues al día siguiente debería volver a comisaría. Como todo agente, tenía mi propia mesa para trabajar mientras no estaba en la calle. Redactaba informes, tomaba declaración a sospechosos y víctimas, etc. Y ahí estaba. Una figura elegante y femenina esperaba sentada en una de las sillas que tenía frente a mi mesa, espalda recta y paseando la vista por toda la comisaría. Me acerqué al principio con bastante timidez, cuidando mis pasos, pero pronto me armé de valor y respiré profundamente, volviendo firme cada zancada que daba hasta acercarme a ella.

—Buenos días, señorita... ¿Puedo ayudarla en algo? —anuncié mi llegada con voz suave para no asustarla. Tomé asiento en mi silla y la miré fijamente, intentando que no se diera cuenta de mi cara de lelo al estar totalmente embelesado por su rostro. La mujer fijó sus ojos en mí y me ofreció una dulce y pequeña sonrisa, junto con un asentimiento.

—Buenos días, agente... Tan sólo quería agradecerle lo que hizo por mí en esta madrugada. Me vi sorprendida por aquel tipo y, si no llega a ser por usted... No sé que podría haberme pasado... —suspiró. No tenía ni idea de cómo había llegado aquella preciosidad a saber que yo trabajaba en la comisaría ni de a qué mesa ir para esperarme y hablar conmigo. Pero me daba igual.

—No tiene nada que agradecer. Es mi obligación mantener a salvo a los ciudadanos de Arkham. Sobre todo si son mujeres tan bellas como usted... —ella sonrió, ligeramente sonrojada—. ¿Desea poner una denuncia? —negó.

—Ciertamente no pude verle bien la cara a aquel malhechor. Pero estoy segura de que, con la lección que le dio usted anoche, no se atreverá a acercarse a nadie más... —lanzó una risita que sonaban en mis oídos como pequeñas campanillas tintineando. Reí con ella.

—Me alegro que no tuviera tiempo de hacerle nada. Sería una pena que su piel fuese mancillada con actos violentos y dañinos... —estiré el brazo, mostrando la palma de mi mano—. Soy el agente Williams, pero puede llamarme Jared... —ofrecí con una sonrisa. Ella ladeó la cabeza y sonrió de medio lado, tendiéndome la mano para estrechármela con suma delicadeza.

—Así que... Usted es el futuro comisario de la ciudad... Me tranquiliza que Arkham vaya a estar en unas manos tan protectoras y firmes como las suyas... —hizo una pausa—. Mi nombre es Eva... —nos quedamos unos instantes en silencio, mirándonos mutuamente, hasta que por fin acerté a hablar—. Me preguntaba si me dejaría invitarla a cenar, Eva... —volvió a sonreír y respondió con un asentimiento de cabeza.

—Por supuesto, mi querido salvador. Nada hará más feliz a esta mujer que disfrutar de una noche con usted... —lancé una risotada, con las mejillas sonrojadas, y negué con la cabeza.

—Y nada haría más feliz a este hombre que cenar junto con una mujer tan hermosa como usted... Por favor, tutéeme. Me hace sentir mayor y soy sólo un chiquillo... —reímos los dos.

Me levanté de mi escritorio y ofrecí mi brazo ligeramente flexionado para que Eva se enganchara de él y acompañarla hasta la salida. Me dio su dirección, una hora a la que ir a buscarla y la despedí tomándola de la mano y dándole un suave beso en el dorso.

Esa noche, como otras futuras más, cenamos juntos. Nos empezamos a conocer, conversábamos sobre nuestras familias, sobre nuestros trabajos. Compartíamos gustos y emociones. Andamos agarrados de la mano bajo el manto de estrellas por el paseo marítimo de la ciudad, miramos al cielo y al mar. Nos mirábamos enamorados iluminados por la diosa Luna. Y estuvimos así, viéndonos en secreto, durante tres largos años. ¿Por qué en secreto? Era costumbre de la época el casar a dos críos que ni se conocían y obligarlos a formar una familia, pero nosotros éramos jóvenes, sólo dos chiquillos, y decidimos que queríamos crecer y conocernos antes de comprometernos. Cuando cumplí los 17, optamos por hablar con nuestras familias de nuestra relación, como si nos acabáramos de conocer para que no se enfadaran con nosotros, y al año pensaron que ya habíamos alargado todo demasiado y nos obligaron a casarnos. Fue una boda preciosa y por todo lo alto. Estaban nuestras familias al completo y se nos veía radiantes de felicidad. Fuimos de luna de miel durante una semana a Kingsport, pues nos habían pagado nuestras familias la estancia en una pequeña casita a pie de playa, a la cual llegamos gracias al chófer que tenía contratada la familia de mi amada. Al llegar a nuestro destino alucinamos. La casa era pequeñita pero acogedora. Fuimos a soltar nuestras cosas a nuestro dormitorio, me deshice de la chaqueta dejándola sobre la cama, y tiré de mi mujer hacia el balcón que tenía esa habitación.

—Soy el hombre más feliz de todo el planeta, y prometo hacerte fan feliz como lo soy yo... —la abracé por la espalda, rodeándola por la cintura y apoyando mis manos en su barriga, poniéndonos de cara a la playa para deleitarnos con la brisa marina y las vistas.

Ella se pegó a mí y posó sus manos sobre las mías, acariciándolas con delicadeza con los pulgares. Pronto alzó una de sus manos hacia mi mejilla, aprovechando que había asomado la cabeza por uno de sus hombros, y me la acarició.

—Nunca dejes de tratarme y sonreirme como lo haces, Jared. Entonces, nunca dejaré de ser feliz... —suspiró, y yo la imité.

Aproveché esa cercanía para empezar a besarla por el cuello, notando cómo su cuerpo se tensaba ante el roce de mis labios contra su piel y se le cortaba la respiración. La giré con suavidad y la miré a los ojos, tratando de tranquilizarla, tirando de ella después con suavidad para irnos al interior de la habitación y acercarnos a la cama. Mis manos recorrían su cuerpo con suma delicadeza, mientras la desvestía poco a poco y seguía llenándola de besos por donde pillaba. Ella me respondía de igual modo, algo más avergonzada y tímida que yo, hasta que acabamos los dos en ropa interior. Sí, era nuestra primera vez, después de 4 años de relación. Ya que hicimos mal en ocultarnos durante tanto tiempo, qué menos que esperar a estar casados para consumar el matrimonio. Tampoco se nos hizo muy difícil la espera, pues éramos unos chiquillos cuando nos conocimos.

La tumbé sobre la cama, colmándola de besos y caricias, mientras palpaba su piel erizada y, ahora, caliente. Escuchaba como de su garganta brotaban dulces y ahogados jadeos por el erotismo del momento y la tela de mis calzoncillos empezaba a notarse tirante.

—Tranquila, mi amor... Todo va a ir bien. Cuando quieras parar, pararemos, ¿vale? —la intenté calmar hablándole de forma pausada y mimosa al oído, mientras terminaba de desnudarla.

Ella se limitó a asentir y a tirar de mí para besarme con ganas, como nunca antes lo había hecho; poco tardamos en meternos bajo las sábanas de nuestro lecho nupcial y fundirnos los dos en una sola pieza, consumando nuestro amor.

Pasamos los días, como una pareja de tórtolos, paseando por las calles de Kingsport, disfrutando de su playa, sus restaurantes y, como de la primera vez que nos conocimos, de los paseos nocturnos agarrados de la mano. Pero llegó el día en que teníamos que volver a casa. Nos costó abandonar aquel nidito de amor, pero teníamos obligaciones. Recogimos por fin nuestras cosas en las maletas y recibimos de vuelta al chófer de la familia de Eva, el cual nos llevaría de vuelta a nuestra rutina, ahora matrimonial.

Entre el bien y el malWhere stories live. Discover now