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Me preparo para lo que se viene. Aprieto más la mano de Evian. Pienso en Alya y en Brya, en mamá y en papá. Me gustaría girarme y decirle algo a Evian, unas últimas palabras, un agradecimiento por sacrificar su vida al acompañarme. Pero cuando quedamos en el tope del precipicio, en ese pasajero instante de expectativa, y después caemos, solo soy capaz de pensar en una cosa: miedo.

Evian rompe su promesa, pero no porque quiera, sino porque las circunstancias lo obligan. Su mano se desprende de la mía y es arrojado en otra dirección muy distinta. Mi cuerpo rueda y rueda. El agua se estampa en mi rostro y me entra por la boca con rudeza, ahogándome. La caída no dura demasiado tiempo. Aunque tengo los ojos cerrados alcanzo a vislumbrar luz, brillante y cálida luz que solamente podría provenir del Sol. Pero antes de que pueda dar otro vistazo para saber si realmente he salido de las tuberías de desagüe, el agua me nubla el campo de visión y todo se torna confuso y borroso. Dejo de caer para desplazarme planamente. La mejilla me choca contra un objeto muy duro, una roca. Sigo avanzando y me estampo contra otra, ésta más grande y picuda que me pega en la cadera. El dolor me hace abrir la boca para gritar en acto reflejo, lo que ocasiona que el agua se me introduzca por la garganta y me llene los pulmones. Entro a una zona desigual cubierta por tortuosas rocas que me raspan y me golpean. Una me da en la frente. El impacto me debilita y me desfigura la visión y la cordura.

Por un momento, no entiendo lo que está sucediendo. Pero el dolor es un buen recordatorio. Encajo las uñas en una roca para aferrarme a ella y quedarme ahí, pero el cauce me jala en contra de mi voluntad. Mis uñas arañan cualquier superficie, en vano. Me estoy ahogando. No puedo respirar. No hay aire para respirar. Me contorsiono, la parte trasera de la cabeza me choca contra otra roca con dureza, y esta vez pierdo el conocimiento.

Un líquido me sube por la garganta, cuantioso y acre. Está situado en mi estómago y quiere salir. Se impulsa lentamente, y de una propulsión surge por mi boca a borbotones. Me levanto un poco para expulsarlo. Es agua. Escupo tanta que humedezco el suelo caliente debajo de mí. Mi ropa está chorreada también. Me vuelvo a recostar en la superficie lisa y arenosa. El Sol me da de lleno en el rostro, y aunque cierro los ojos me traspasa los párpados. Expulso un poco más de agua, hasta que el estómago me queda vacío y la garganta libre. Me apoyo en los codos y miro la amplia cascada que se alza a lo lejos. Toco las piedrecillas que rellenan el suelo y paso saliva para desaparecer el ardor de mi garganta. Mis brazos están repletos de cortes recientes y al tocarme la frente los dedos me quedan impregnados de sangre. Un dolor severo me recorre el cuerpo, me entumece las piernas y me nubla la mente.

¿Qué pasa? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué sucedió? ¿Dónde está...?

«Evian.»

Recordar su nombre me llena de ansiedad y me anima a ponerme en pie aunque las agujas de dolor me perforen el cuerpo.

—¡Evian! ¡Evian!

Gritar su nombre me rasga la garganta y me arrebata el poco aliento que poseo. Formo con mis manos una visera para poder mirar mi entorno en busca de Evian. De repente tengo la necesidad de moverme, correr, buscarlo por todas partes, hasta por debajo de una piedra. Sigo gritando su nombre mientras me apresuro por la orilla del río, pero tengo las rodillas raspadas y el tobillo derecho me duele, por lo que me veo obligada a cojear, y cuando ya no soporto el dolor, me tumbo en el suelo, muy cerca del borde del agua, con un peso invisible oprimiéndome el pecho.

Me levanto el pantalón, dejando al descubierto una fea herida en mi pierna de más de diez centímetros. La tela en esa zona está rasgada y ensangrentada, así que la corto para anudarla sobre la cortada. Me vuelvo a levantar, gritando el nombre de Evian hasta que los pájaros que me miran curiosos desde las copas de los árboles se lo aprenden y lo gorjean conmigo.

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