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—¿Cómo murió? —pregunta Maxell.

Están a su alrededor, observándolo y averiguando qué le pasó.

—No tengo ni la remota idea —murmura Axel.

—Pudo haber sido el frío, por una hipotermia —plantea Rex.

—No fue hipotermia. Tampoco los no conscientes —habla Vladimir, por primera vez desde que los llamé para que vinieran a verlo—. No tiene cortes en el cuerpo ni indicios de haber sido torturado. Su expresión es... tranquila.

Me quedo muy quieta al lado de la ventana mientras le quita la cobija de los hombros y palpa sus piernas, subiendo por el pesado abrigo, y se detiene ahí, sintiendo un bulto que sobresale del bolsillo. Saca un pastillero pequeño y lo hace sonar.

—Esto debió haber sido —concluye.

Los cuatro miramos el pastillero.

—Así que el Sr. Sterling se suicidó... —murmura Rex.

—¿Por qué? —dice Maxell en el mismo tono bajo.

Se me viene a la mente la conversación que tuvimos hace unas semanas, la primera vez que lo escuché mencionar a su esposa, Amelia. Me dijo que a veces la extrañaba, pero otras prefería que estuviera muerta, pues ella se encuentra a salvo, lejos de los no conscientes. Y usó una palabra. Algo que nosotros no tendremos en mucho tiempo, o tal vez nunca.

—Quería tranquilidad.

Los tres se giran hacia mí al escuchar mi voz por primera vez. Todo sucedió tan rápido: yo retrocediendo y corriendo a la escotilla para llamarlos y que vinieran a verlo. Y desde ahí he permanecido en silencio, asimilando.

—Qué manera de tranquilizarse —masculla Rex.

Ni siquiera me tomo el tiempo para que la ira me llene. No es momento para hacerle caso a los comentarios estúpidos de Rex.

—¿Qué haremos con él? —pregunta Axel.

Vladimir mira el cuerpo del Sr. Sterling, con una mezcla de tristeza y consternación, como si realmente le doliera su muerte. ¿Lo conoció antes de esto? ¿Eran amigos?

Le cierra los párpados y le echa la cobija encima.

—No lo sé —susurra.

Yo sí.

Me adelanto por el pasillo repleto de fotografías. Antes de llegar, veo el horizonte blanco a través de la ventana, y cuando llego, empujo la puerta y emerjo al patio trasero. Escucho que pronuncian mi nombre a mis espaldas, tal vez Maxell o Vladimir. Pero no les hago caso. La nieve se amontona por todos lados, adornando el descuidado césped y las copas de los árboles. Busco con la mirada las azucenas, si es que aún las hay, pero es difícil distinguirlas cuando la nieve ha subido casi un metro.

—¿Francis?

Una mano se posa en mi hombro. Yo corro, la nieve es suave bajo las suelas de mis zapatos. Escarbo entre la nieve, el primer contacto es gélido, pero no paro. Siento cómo las rodillas se me congelan al igual que los dedos, pero no dejo de escarbar, porque se lo debo al Sr. Sterling.

Hago un poso mediano, pero no encuentro nada. Así que escojo al azar otra parte del patio y vuelvo remover la nieve con las uñas.

—¿Qué estás haciendo, Francis? —me pregunta Maxell por detrás.

No le contesto. Sigo escavando. Pero aquí tampoco encuentro nada. Las extremidades se me entumen y hormiguean. Dejo de sentir las manos, pero le mando la orden a mi cerebro de que no deje de escarbar.

ErradicaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora