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Cuando amanece, no es necesario que diga lo siguiente que haremos. Evian le echa tierra a los últimos vestigios de la fogata y guarda en su mochila las envolturas desperdigadas de galletas de vainilla. Yo me amarro bien la cantimplora a la cadera, me anudo la chamarra alrededor de la cintura porque no hace frío y compruebo que lleve todo lo necesario en mi mochila.

—¿Cómo nos moveremos desde aquí? —pregunta.

—¿Qué propones?

—Viajar a pie no es seguro y no sabemos cuándo vuelva a pasar el tren por aquí. Solo nos queda... —Y mira a nuestra izquierda, a la oscuridad incalculable del tubo de desagüe.

Sacudo la cabeza frenéticamente en desaprobación.

—Ni siquiera lo pienses, Evian.

—Podríamos intentarlo.

—Hay muchos no conscientes allí. Lo mejor será que continuemos a pie con mucho cuidado hasta llegar a la parada más próxima del tren.

Él vuelve a dirigir su mirada a la profundidad desconocida de la red, pero toma sus cosas y sale del tubo. Sabe que tengo razón. Si lo que Rex me dijo estando en el refugio es cierto, las redes de desagüe son el lugar más peligroso para viajar a Grux. Además, ninguno de los dos conocemos los conductos y hacia dónde lleva cada uno. Podemos movernos por la superficie gracias al mapa, pero no tenemos uno para guiarnos subterráneamente.

Saco el mapa y lo extiendo frente a mí. El tren aéreo hace el mismo recorrido que en Avox. Solo tenemos que encontrar la parada más cercana a nosotros, porque el punto donde Ben y yo caímos no era una parada.

—Debemos volver al lugar donde caí —hablo— para seguir las vías y de esa forma encontrar una estación. ¿Recuerdas el camino?

—Sí, sígueme.

Sostengo la pistola con la mano buena. Evian dijo que en Lulux hay muchos no conscientes, así que debemos estar alerta. Probablemente aquí el ataque fue mayor y hubo menos sobrevivientes.

Caminamos con sigilo, atentos a cualquier clase de ruido, aunque después de un trecho de quietud nuestras defensas bajan y caminamos sin tanta preocupación.

—No me has dicho tu edad.

—Diecisiete años. Igual que tú —responde.

—Intento recordarte, de algún juego o alguna fiesta, pero no estás en ninguno de mis recuerdos.

—Tú sí en los míos. En muchísimos.

Tuerzo la cabeza bruscamente para mirarlo a los ojos, pero él mira al frente, tranquilo, como si no hubiera dicho nada extraño o sorprendente. ¿Qué significan esas palabras? ¿Qué quiso decir con ellas?

Pero antes de que se lo formule, su mano agarra mi codo con firmeza y me hace retroceder de súbito.

—No hagas ruido —me murmura y me jala hacia atrás para ocultarnos en unos arbustos.

—¿Qué pasa? —inquiero con el mismo tono bajo.

Me señala con su dedo una dirección que sigo con la vista. Hay un grupo de no conscientes, de al menos diez, por debajo de las vías del tren aéreo donde supongo caí. Están reunidos en un semicírculo empinados sobre algo o alguien, gritando y aventándose unos con otros.

—¿Qué crees que estén haciendo? —le pregunto.

—No lo sé, pero deberíamos marcharnos antes de que nos encuentren.

ErradicaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora