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—Deberías comer algo —me dice Magda.

Levanto la cabeza de entre mis rodillas unidas y la miro. A ella también le ha hecho mella esta escasez de comida. Sus mejillas regordetas al principio de llegar aquí han desaparecido; ahora el rostro tan adelgazado que resulta sorprendente que haya perdido tantos kilos en semanas. Si Kesha estuviera aquí, la envidiaría. Kesha siempre hace dietas demasiado estrictas, pero nunca consigue bajar lo «suficiente», según ella. Aunque es la chica más delgada de la preparatoria.

—No tengo hambre —miento.

—Eso no es verdad. —Me dirige una mirada como la de una madre regañando a su hijo por una vagancia cualquiera—. Puedes permitirte una sopa, Francis. No pasara nada si tomas una lata.

Aunque yo sé, y ella también sabe, que ya no estamos para despilfarros.

—Enfermarás. —Frunce los labios, angustiada. Me asombra su preocupación por mí.

—Estoy bien, Magda.

El Sr. Sterling ha limitado nuestras comidas. Si antes comíamos tres veces al día, ahora lo hacemos solo dos. Aunque yo me he tomado sus palabras en serio y he optado por tener solo una comida durante el día. Necesitamos ahorrar comida, aunque, claro, otros no le toman la debida importancia y urgencia al asunto. Como Jizo, con quien tuve una discusión hace dos días.

Lo descubrí escondido entre pilas de cajas vacías en el almacén, en un rincón tan lejano que no podría haber sido visto ni escuchado por nadie si no hubiera entrado yo. Vladimir me había encargado sacar una caja de latas conservadas del almacén, exactamente donde se encontraba Jizo dándose un festín él solo.

Había dos latas vacías a su costado, cuatro cerradas y a la espera de que él las abriera para engullírselas, y una más él se estaba comiendo, devorándola como si se le fuese la vida en eso.

La ira que sentí al verlo fue tan grande que me le dejé ir como fiera para arrebatarle las dos latas que aún estaban cerradas y con un manotazo le tiré la que él se estaba comiendo. Le di una bofetada que lo tumbó al suelo y llamó la atención de casi todos al almacén.

El maldito desgraciado se excusó diciendo que tenía muchísima hambre y ya no aguantaba más. Lloró frente a todos como una estúpida nena sin parar de repetir: «Perdón. Perdónenme todos». Una y otra vez repitiendo lo mismo, hasta que se cansó y cayó dormido, con el estómago tan lleno como ninguno.

El Sr. Sterling solo le dio una reprimenda y le pidió que no lo volviera a hacer, sino tendría que sacarlo del refugio. «Sáquelo ya», pensé en ese momento.

Me inundó una ira ciega revuelta con un sentimiento más que hasta ahora, estando sosegada, descifro.

Envidia.

Pura y crecida envidia. Porque tengo un hambre como nunca antes, que me carcome el estómago y se esparce por todos los espacios de mi cuerpo. Un hambre que me tiene desquiciada. Pero, sin embargo, no puedo eliminar. Nunca había tenido tanta hambre en mi vida. Siempre he tenido lo que quiero cuando quiero. He tenido en... exceso, muchísimo más de lo que alguna vez podrían tener Maxell o Rex o cualquier persona en los barrios pobres. Pero ahora tengo envidia de Jizo porque ha podido comer más que todos los que estamos aquí. O tal vez no es envidia, ni siquiera es un sentimiento dirigido a Jizo. Tal vez es toda esta situación, todos estos problemas sin solución, lo que me pone de esta manera, agobiada y alterada.

Tenemos asegurada una semana de comida. Pero ¿qué va a pasar a la semana siguiente? ¿Y a la siguiente? ¿Qué vamos hacer? ¿Adónde vamos a ir para encontrar comida?

ErradicaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora