Capítulo 21

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"El demonio del mal es uno de los instintos primeros del ser humano"-Edgar Allan Poe

13 de febrero, 1895

–Ludovic, ¿Por qué mamá y papá no nos hacen caso? –preguntó la pequeña Maisie de nueve años. Maisie era un año mayor que Nimue, y cuatro menor que Ludovic. Sus enormes ojos verdes miraban a su hermano mayor con tristeza.

–Maisie, Nimue está enferma, y necesita que mamá y papá la cuiden. Ya te lo he explicado varias veces–le respondió el muchacho. Lamentaba ver a su hermana pequeña tan triste y confundida, sin entender que pasaba a su alrededor y mucho menos porqué los adultos estaban tan raros últimamente.

Su hermana Nimue, la pequeña de la casa, había enfermado gravemente de tuberculosis. Los médicos decían que veían muy improbable que la niña se recuperara, y que lo mejor era pasar sus últimos días de vida a su lado.

– ¿Nimue se va a morir? –preguntó Maisie. No había lágrimas en sus ojos. Tampoco dudas en su pregunta. Más bien era una afirmación.

–No lo sé, pequeña. No lo sé–dijo el muchacho suspirando. La niña miró al suelo y jugueteó con los mechones que escapaban de sus trenzas– ¿Por qué no te vas a jugar con Loch?

Loch era el viejo mastín de la familia. Toda la familia lo adoraba ya que el perro era muy agradable con los más pequeños y estaba dispuesto a defender la casa con su propia vida. Así lo había demostrado cuando Ludovic era tan solo un niño de dos años. El perro se había lanzado sobre el ladrón que había entrado a robar en la mansión. El can no tuvo miedo de saltar sobre él, pese a que este tenía una pistola en sus manos y lo disparó varias veces. Uno de los tiros le acertó en la pata delantera derecha, pero el veterinario fue capaz de salvarla. Desde entonces a Loch se le había tratado como otro miembro más de la familia Starn.

–Está bien–suspiró Maisie.

Ludovic vio como la niña se alejaba mientras que sus dos rubias trenzas danzaban sobre sus pequeños hombros propios de una muñequita.

Ludovic estaba preocupado. No por Nimue, sino por sus demás hermanos. Sus padres parecían haberles dado la espalda desde que Nimue nació. Al principio le había parecido normal, ya que era el bebé de la casa y estaba necesitado de atenciones. Sin embargo cuando se dio cuenta de que pasaban los años y los ojos de sus padres parecían solo posarse en ella, comenzó a asustarse.

Sus hermanos cuchicheaban sobre ella. Era rara. Extraña. Parecía una criatura de otro mundo, con esos ojos tan claros y esas sonrisas tan enigmáticas. Era como un ángel. Un ángel del demonio. Lo que sus hermanos no sabían, era que Nimue tenía un lado oscuro que le daba miedo hasta al propio Edwin, el padre de la criatura. Sus ojos se volvían más intensos cuando se enfadaba, nunca había querido jugar con sus hermanos, y siempre hablaba sola. Jugaba sola. Mataba sola.

Sí, él también estaba al corriente de lo ocurrido meses atrás, ya que vio como una horrorizada criada bajaba en una manta cubierta de sangre los restos del pobre Py, el conejo que Nimue había descuartizado en su habitación.

¡Por Dios! ¡Tenía ocho años! ¡¿Cómo podía una niña de esa edad hacer tal cosa?!

Más de una vez había visto como su padre trataba de convencer a su madre de que su hermana necesitaba ayuda de un especialista, y él estaba de acuerdo. Alguna que otra vez la había pillado en el jardín hablando en un idioma que le pareció ser latín, jugando con aquellas muñecas que tanto adoraba ella y que parecían seguirle con la mirada cada vez que echaba a andar.

Muerte en el zodiaco Onde histórias criam vida. Descubra agora