Capítulo XVI

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Debido a que Moord apenas podía consigo mismo, no me fue de ayuda a la hora de llevar a Mark a una habitación en la planta baja de la casa. Tuvimos que forzar al máximo nuestros cuerpos. Rodeó mis hombros con su brazo izquierdo, y dejó descansar la mayor parte de su peso sobre mi delgaducha complexión, consiguiendo que mi espalda baja doliera y mis piernas temblaran.

Entramos a la pequeña habitación, que consistía en una mesita de noche y una cama matrimonial, donde lo ayudé a recostarse boca abajo, cautelosa de no lastimarlo más de lo que ya estaba. Sin premura, se dejó caer sobre el blando colchón cubierto por una cobija azul de tela suave, y ambos dejamos escapar un suspiro de relajación. Mis músculos sintieron la diferencia de peso, y una oleada de cansancio me azotó; transportar a un chico de más de metro ochenta y casi noventa kilogramos, no era una tarea sencilla.

Me senté en el borde de la cama, ajena al movimiento que provoqué en el colchón, lo que hizo que Mark gimiera de dolor.

—¡Lo lamento! —Exclamé apenada. Me cercioré de que Mark se encontrara bien, pero su rostro estaba cubierto por una capa de sudor, y su piel se tiñó de un matiz rojizo. Toqué su frente con el dorso de mi mano, y ahogué un grito al sentir su elevada temperatura—. Tienes fiebre. 

—Supongo que hoy me he esforzado demasiado —comentó con una sonrisa forzada.

—Buscaré algo con lo que pueda disminuir la calentura. —Con cuidado, me levanté de la cama e hice un ademán con ambas manos, como si eso me ayudase a tener algún tipo de telequinesis que mantuviese el colchón estático—. Volveré enseguida, ¿de acuerdo?

Asintió y cerró los ojos. 

Los rayos solares se filtraban a través de la ventana del pasillo que conducía a la habitación. Un silencio sepulcral embargaba el interior de la casa; mis pisadas sobre el suelo de madera eran como ecos de guerra: estruendosos y acompasados a la situación. Si alguien más estuviese ahí conmigo, estaba segura de que podría escuchar el palpitar de mi corazón. 

Caminé sobre mis pasos hasta volver a la sala, donde se encontraba Moord, sentado frente a la chimenea apagada. Entre sus manos, reposaba un vaso de porcelana blanco que humeaba y desprendía un fuerte olor a café. 

—¿Cómo está Mark? —Preguntó sin mirarme. Sus ojos estaban clavados en algún punto de la pared frente a él.      

 —Creo que se lastimó la columna —respondí con la preocupación tintando mi voz.    

El anciano encendió un cigarrillo y le dio una larga bocanada. —¿En verdad crees que dejaría que movieras al muchacho si tuviese una lesión de ese tipo? —Exhaló el humo, formando pequeños círculos—. Sólo fue un golpe, pero él es tan delicado como el pétalo de una rosa. —Se bufó, con su peculiar sonrisa amarillenta a la vista. 

—No esperaba que usted supiera algo sobre medicina —dije de mala gana. A pesar de que mis padres me enseñaron a respetar a las personas mayores, Moord no tenía ni una pizca de amabilidad, lo que estaba colmando mi paciencia—. Ya sabe, haber sido exiliado y estar tanto años en medio de la nada debe de haberle carcomido una parte del cerebro. 

Programé mi mente para aceptar el insulto que el anciano me diría, pero en lugar de responder como lo esperaba, comenzó a reír de una manera cínica y muy terrorífica. Su ojo sano me miró fijamente, y el otro pareció emitir un pequeño destello. 

—Eres ruda chica, seguramente por eso quieres romper tu hilo, porque la persona a la que estás atada no debe soportarte —dijo con voz juguetona. 

Apreté los puños a mis costados. —El motivo o circunstancia por la que quiero hacerlo, le vale mierda señor. —Estreché los ojos en modo de advertencia. En verdad no estaba de humor para soportar la actitud de un viejillo amargado—. Sólo quiero que me preste algo para bajar la fiebre y el dolor. 

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora