Capítulo IX

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Los fragmentos de distintas imágenes comenzaron a reacomodarse en mi mente, revelando los últimos momentos que pasé antes de que me desmayara. Mark estaba sentado en la cama conmigo, curando mis heridas, pero el dolor fue tan intenso que mi cerebro optó por desconectarme del mundo. Lo último que vi, fueron los ojos preocupados de mi acompañante. 

Entonces, desperté.

Me levanté de golpe, con  la respiración agitada; mi pecho subía y bajaba con rapidez, al compás de mis acelerados latidos. Todo se veía borroso, semejante a una mancha opaca que me causaba dolor de cabeza. Sentí cómo una gota de sudor se deslizó por mi frente hasta llegar a mi ojo derecho, lo tallé con ímpetu hasta que recobré la visión por completo. 

Aldair estaba frente a mi cama, recargado en el ropero blanco, con su característica pose de chico rudo: sus brazos cruzados a la altura del pecho, y una de sus piernas cruzada por encima de la otra. En cuanto vio que me desperté, su semblante cambió de serio, a sorprendido. E hizo ademán de acercarse, pero frenó cuando otra silueta apareció a mi lado izquierdo.

Mark.

Sus profundos ojos azules me observaron alegres, mientras una sonrisa de satisfacción se dibujaba en su pálido rostro. Una de sus cejas estaba arqueada, como si estuviese esperando una respuesta de mi parte, sin embargo, no escuché que hablara.

—¿Qué está pasando? —Mi voz sonó tan ronca como la de un hombre, pero ninguno de los dos pareció haberse dado cuenta—. ¿Qué hacen aquí?

Ambos intercambiaron una fugaz mirada. Aldair intentó hablar, pero Mark se le adelantó.

—¿No recuerdas lo que te ocurrió? 

—Sí —respondí, sintiendo el rubor expandirse por mi rostro—.  Eduardo me golpeó y yo a él, después llegaste tú, pero no sé en qué momento apareció él —comenté e hice un movimiento de cabeza en dirección a mi amigo de la infancia.  

—Espera, espera —interceptó Aldair con preocupación—. ¿Golpeaste a Eduardo?

—Eh, yo... —Tragué saliva por mero instinto, como si estuviese apunto de recibir un regaño por parte de alguno de ellos, pero sus rostros asombrados me indicaron lo contrario—, es decir, sí. Fue una pelea un tanto extraña, pues pareció que él me permitió abofetearlo y rasguñarlo, incluso creo que rompí su nariz.

 Aldair rió a carcajadas, sujetando su estómago para contener el dolor que seguramente su risa le estaba causando, enseguida miró a Mark y negó por lo bajo.

  —Ella puede romperle la nariz, pero tú ni siquiera puedes tocarlo —comentó aún entre risas.

  —A ti también te partirían la cara si te toman desprevenido —el rostro pálido Mark se tiñó de rojo. No sabía si era por la vergüenza, o el enojo—.  Pero eso no es lo importante, lo único que quiero saber es si estás bien. 

Dicho aquello, Mark se sentó en el borde de la cama, a la altura de mi torso y, con suma delicadeza, tomó mis manos frías entre las suyas, consiguiendo que la risa de Aldair cesara de golpe. Miré a mi amigo, quien ahora parecía molesto. 

—Venga, ella está bien, no necesita que la toques.

  Mark lo ignoró y aumentó el agarre de su manos sobre las mías. —Dime, ¿estás bien?

  —Sí, pero no entiendo cómo es que se conocen, o por qué están los dos en mi habitación.

Volvieron a intercambiar una mirada que me hizo sentir excluida. 

—Luego del pequeño percance con tu novio —comentó Mark con voz firme—, no podía estar tranquilo hasta que supiera que estabas bien, por eso decidí venir hasta aquí para asegurarme de ello. Toqué la puerta durante casi diez minutos, pero no abrías, y cuando lo hiciste —negó por lo bajo—, la mitad de tu rostro estaba cubierto de sangre. Después te subí hasta aquí y, bueno, eso sí lo recuerdas, ¿no?

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora