Capítulo I

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La pálida piel de mis brazos se erizó luego de que una ráfaga otoñal se colara a través de las ventanillas del salón de clases y chocara contra mi cuerpo. Me apretujé contra el respaldar del asiento en un vano intento por conservar el calor corporal. Mis dientes castañetearon con más fuerza al observar a mis compañeros con sus gruesas chaquetas, y a las chicas con sacos apropiados para la época otoñal. Miré el delgado suéter violeta que llevaba puesto y me maldije por ser tan sumisa y temerosa. Suspiré, y una nube de vaho escapó de mi boca al abrirla.

Intenté disimular el tiritar de mi cuerpo al sentir una mirada sobre mí, pero éste se rehusaba a calmarse. Tenía los dedos entumidos, el pecho me dolía con cada fría respiración, y mis mejillas ardían con el rozar del viento.

Aldair se inclinó ligeramente hacia mí y habló en un susurro: —Ey, Emily, ¿quieres que te preste mi chaqueta?

Lo miré de soslayo y negué por lo bajo, ocasionando que una molesta punzada recorriera mi espina dorsal y me hiciera fruncir la nariz. Aldair sonrió ante mi gesto e hizo ademán de bajar la cremallera de su chaqueta, sin embargo, negué con más fuerza y logré que se detuviera. Arranqué un trozo de papel de la última página de mi libreta y le escribí un mensaje.

Gracias, pero sabes que no puedo aceptarla. Eduardo enloquecerá si me ve con ella.

Doblé la nota en cuatro partes, y la arrojé sobre la paleta de su pupitre. Me miró reacio, arqueando una de sus cejas castañas, pero terminó leyéndola. Respondió con un bolígrafo negro y me regresó el pedazo de hoja.

Entonces devuélvemela cuando él te preste la suya.

Quise declinar su atrevida y peligrosa sugerencia, pero cuando me giré para encararlo ya tenía su cazadora extendida en mi dirección. No supe qué responder, así que me limité a aceptar su oferta. Sus intensos ojos cafés brillaron con cierto tajo de malicia cuando deslicé mis brazos en las mangas de la chaqueta. Parecía estar disfrutando el hecho de que me vistiera con una de sus prendas más adoradas.

—Gracias —dije en la voz más baja que pude forzar—. Te la devolveré antes del almuerzo.

Sonrió, dejando al descubierto sus blanquecinos y rectos dientes.

Aldair era uno de los pocos adolescentes en Jorak que tenía su hilo roto. Deyra, la chica a la cual estuvo atado, fue asesinada luego de que se resistiera a entregarle sus pertenencias a un ladrón. El hombre, desconociendo la gravedad que una muerte implicaba en la vida de un nativo, apuñaló a Deyra y la dejó herida de gravedad hasta que murió desangrada. Por ello, mi amigo de la infancia debía lidiar con el desprecio que los nativos tradicionales demostraban, los cuales consideraban como abominaciones a todos aquellos que no entraban en su misma clase social.

Cruzamos miradas una última vez antes de que centrara su atención en la pizarra. Aldair se trataba del único chico por el cual estaría dispuesta a soportar una discusión con Eduardo. Catorce años de amistad eran suficientes para considerarlo como una persona importante en mi vida. A pesar de distanciarnos luego de que cada uno encontrase al dueño del otro extremo de nuestros hilos, siempre estábamos el uno para el otro, y por ello me atormentaba que los demás lo despreciaran por culpa de un acontecimiento en el que no tuvo influencia ni decisión.

Un pedazo de hoja, doblado de la misma manera en que yo lo hice, aterrizó a un costado de mi mochila, se escuchó un ligero quejido a pocos lugares del mío. Dirigí la mirada hacia el asiento de Jessica, quien hizo un movimiento con la cabeza para que recogiera la nota que me había enviado. A regañadientes me agaché y tomé el trozo de papel, para después desdoblarlo y leer su contenido.

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora