Trono de Cenizas

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Cuando la conocí, supe que ella era igual a mí.

La diosa tenía miedo y se ocultaba bajo sus sábanas.

Era a ella a quienes los mortales admiraban y dedicaban sus rezos, ella era superior y la divinidad le rodeaba.

Sin embargo, la diosa era igual que todos nosotros.

También tenía miedo, también sentía dolor.

Ella me encontró en los albores de la creación, en la cuna de los astros, me llevó a través del gran océano y me enseñó el poder de su imaginación, creí en ella y la volví mi reina, me volví su escudo, el caballero que blandía su espada.

Y así la diosa se hizo mortal, nacida de la sangre de la humanidad, se hizo carne para sentir nuestra ira, para sentir nuestra gula, nuestra avaricia, nuestro dolor, nuestra lujuria.

Pues era así y solo así que ella nos entendería.

Así podría juzgar nuestras acciones y tener compasión de todos nosotros.

Cuando la conocí creí eso, pensé que su obra y su plan eran perfectos.

Pero luego entendí que esa carga era demasiado pesada.

El cuerpo humano está lleno de imperfecciones y suturas.

La diosa no soportó tanto dolor, la locura la carcomía, y yo veía impotente como se trastornaba.

Ella era una pequeña niña que lloraba en el horror de la caída, pues muy alta era su grandeza para descender tan bajo.

Se refugió en sus sueños y negó su realidad, la diosa no recordaba ni quien era, solo vagaba sin rumbo ni objetivo, empujada por voluntades que la esclavizaban.

Una diosa atada a las cadenas de la carne y a la debilidad del hueso.

Solo se ocultaba en el más oscuro rincón de sus sueños, creyendo que allí el sufrimiento nunca le alcanzaría.

Ella se desvanecía en mis brazos.

Y no pude salvarla.


Abrí los ojos.

Mi rostro estaba lleno de lágrimas y mi cuerpo me dolía.

Estaba en el suelo de un enorme y vacío salón, no recordaba cómo había llegado allí, lo único que recordaba eran litros y litros de sangre alcohólica entrando por mi garganta, la cabeza me dolía y no tenía fuerzas para levantarme.

Aquel lugar era espacioso, pero oscuro, las únicas luces eran las que provenían de los ventanales en el techo, giré un poco mi cabeza, pero no había nada a mi alrededor.

Pude ver una fuente en el centro del salón que expulsaba chorros de un líquido rojo, en ella estaban las estatuas de cuatro mujeres que miraban a los cuatro puntos cardinales.

Intenté moverme, pero mis músculos ardían ferozmente, mi camisa había desaparecido, los pantalones que llevaba no eran los que yo cargaba antes de despertar allí, el sudor me envolvía llenando mi piel, mi piel olía a alcohol, y saliva, uno de mis ojos palpitaba, y todo a mi alrededor daba vueltas.

Un intensó broté de dolor inundó mi cabeza como un martillo punzante.

Me retorcí violentamente. Puse mis manos en mi cabeza, y luego grité.

La Chica de la CarreteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora