Clarisse Loughty siempre fue de pocas palabras, pero eso cambio abruptamente al poco tiempo de conocer a aquel guapo e intimidante chico, que de un día para otro comenzó a seguirla como un cachorro: Paul Lahote.
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Los Ángeles era, muy probablemente, la ciudad más atareada y concurrida, la mayoría de extranjeros iban allí por sus vacaciones, cientos de películas se rodaban allí, y mucha gente iba allí para huir de su pasado.
En Pacific Palisades, uno de los barrios más exclusivos de la ciudad, habitaba una perfecta y sumamente conocida familia: los Loughty. Con su casi imperceptible acento francés, sus modales tan impecables que parecían irreales, y sus enormes ingresos gracias a una empresa hotelera internacional que era pasada de generación en generación, eran unas de las tantas razones por las que los Loughty eran tan conocidos.
Los patriarcas de la familia, Babette y Bastian Lougthy eran vistos como padres ejemplares, nunca habían sido vistos levantándoles la mano o la voz a sus hijos, mucho menos habían sido vistos discutiendo.
Los primogénitos, Clarisse y Claude Loughty, eran los hijos modelo, educados, hermosos, amigables, talentosos, inteligentes, perfectos en pocas palabras. Nunca interrumpían a sus padres, nunca peleaban entre ellos, nunca causaban problemas, tenían muchos amigos y sus profesores los amaban, eran los hijos que cualquier persona desearía.
Una noche, la familia se movió inexplicablemente a otro estado, luego a otro, y a otro. En seis meses ya habían estado en 3 estados diferentes. Cuando de repente, armaron maletas, esta vez, de forma definitiva.
Organizando una fiesta de despedida un sábado, el domingo por la mañana, la familia ya se encontraba en un avión de camino a su nuevo destino, un pequeño y recóndito pueblo en Washington: Forks
