Epílogo

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Luisa

Cuando mis dedos recorrieron libremente aquel prado desnudo donde las tenues luces del amanecer poco a poco comenzaron a pintar de vida la espalda de Amelia quien se encontraba durmiendo sobre mi pecho, supe que si esto no era el paraíso, pues ya se le parecía bastante porque me era imposible imaginar una escena más perfecta que la que estaba registrando mi retina en ese preciso momento, donde los rizos alborotados de la morena parecían una marea en calma sobre una costa llena de besos y marcas que reflejaban la noche coronada que habíamos tenido, mientras mis manos curiosas caminaban descalzas sobre aquella playa desierta que solo yo tenía la oportunidad de recorrer cuando quisiera, con el único fin de que ningún punto cardinal fuese admirado como se merecía.

«Es que no puede ser tan guapa», pensé en el punto exacto entre la sorpresa y la locura en donde a pesar de que ya llevábamos más de un año juntas y que la próxima semana íbamos a casarnos, aún no era capaz de creer que cada día me enamorara más de la mujer que dormía a mi lado.

Y es que de alguna forma inexplicable parecía que mi amor hacia ella se incrementaba potencialmente con el pasar de los días, ya que incluso en los momentos en que creía que era imposible quererla más, siempre aparecía un nuevo amanecer donde me levantaba con su mano protegiendo la mía aunque estuviese al otro lado de la cama y la calma cubriendo nuestros cuerpos desnudos recordándome que sí era posible enamorarme más de Amelia.

Por lo que fue imposible no sonreír ante aquella idea tan absurda y cursi que abatía mi lado más racional desde que la conocía, pero llevaba tanto tiempo abrigada con ese amor profuso que ya había aceptado que así eran las cosas en donde tenía todas las de perder porque estaba condenada a siempre perder la cabeza cada vez que tenía la suerte de chocar contra la mirada dorada de la morena.

«No tienes ni idea de lo loca que me traes, Ledesma», fue la idea que traspasó mis fronteras y que se reprodujo en forma de beso en la coronilla de la mayor, lo que provocó que Amelia se removiera adormilada en mi pecho con un leve ronroneo que solo acentuó la sonrisa boba que tenía entre mis labios, recordándome que este era el mejor panorama del mundo y que por alguna razón el destino, la vida o lo que fuese, había decidido que sería parte de todas mis mañanas.

Mis manos no tardaron en desplegarse libremente por la espalda de la médico mientras mis labios aventureros viajaban de vez en cuando hacia su frente, su cabello, su hombro o cualquier lugar cercano donde pudiesen aterrizar sin levantarla.

No sé cuánto tiempo estuve admirando a la mujer acurrucada sobre mí, pero de lo que sí fui consciente fue de lo raro que se sentía cumplir ese sueño improvisado que imaginaba que cumpliría cuando todo mejorara con María, en donde estaría en Italia disfrutando del placer de tener una morena que me enseñara a hablar no solo en italiano sino también en el idioma de sus gemidos o el que utilizara cuando se desarmara entre mis brazos luego de hacerla mía mientras la Toscana bendecía aquella escena con un extenso campo pincelado con todos los colores del mundo.

Y es que a pesar de que las cosas eran diferentes a lo que alguna vez mi yo de hace dos años hubiese imaginado, efectivamente me encontraba en Italia con una morena durmiendo a mi lado, luego de escoger al país como destino infaltable para nuestro viaje de de luna de miel antes de casarnos ya que luego de varias conversaciones sobre cómo queríamos celebrar nuestro amor, decidimos que antes de tener una fiesta que a ninguna de las dos nos entusiasmaba lo suficiente, era mejor irnos de viaje y explorar los últimos resquicios de libertad antes de casarnos, aunque ambas sabíamos que esto solo era hipotético porque sin ningún compromiso vivíamos cada día como la mujer de la otra.

Suspiré extrañada ante la forma en que a veces funcionaba la vida porque a pesar de que no cambiaría por nada del mundo la escena que estaba viviendo, fue inevitable no sentir la opresión en mi garganta ante el hecho de que mi hermana nunca había mejorado y este viaje era solo una coincidencia milenaria de lo irónica que a veces podía ser mi vida.

Del amor y otras enfermedades sin curaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora