Capítulo 17

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—¿Te parece bien haber llegado a este punto? —me dijo Juliana.

—No, sigamos subiendo —Estábamos avanzando en un sendero de escaleras metálicas que ascendían y seguían apareciendo hasta lo más alto de la montaña. Era increíble como el aire enrarecía todo a su paso. Faltaban minutos para que el sol desapareciera ante el implacable progreso del tiempo, y en realidad, ya estaba cansado de subir.

—¿Quieres conversar de algo? —me preguntó con interés. Juliana siempre iba tres o cuatro escalas más arriba.

—La vida —le dije mientras seguíamos con lentitud.

—¿Qué es eso?

—Es raro que lo preguntes, porque casi siempre hablas de ella.

—Puedo hablar de cualquier cosa, pero al mismo tiempo no tengo idea de lo que estoy diciendo.

Lo estuve pensando por unos instantes, quise responder a mi pregunta y no conseguía respuesta. Era demasiado profundo para ser tomado con ligereza.

—Yo tampoco lo sé, pero pienso que la vida es lo que pasa y ya. Es como el ahora, o algo así... —repliqué sin fortuna. Ella entendió con una sonrisa.

—No sé qué es la vida... pero supongo —Juliana miró al vacío de la montaña por dos segundos—, que es cuando hablas conmigo.

—Sí —le dije sonriente—. Eso puede ser la vida.

—Sí... porque la verdad no recuerdo más —contestó Juliana, fuera de contexto.

—Hay algo que no entiendo —dije al aire.

—¿Qué no entiendes?

—¿Por qué siempre me llevas a lugares increíbles y te quedas sin palabras cuando te pregunto algo así?

—No lo sé. Solo soy un sueño y trato de cumplir mi trabajo, eso creo... —dijo sin inmutarse cuando subía. No volteó siquiera a verme. Su respuesta no me convenció del todo.

—¿Qué opinas del amor? —le dije al tiempo que tomaba un respiro para seguir. Ella hizo lo mismo y no avanzó más.

—Debe ser muy lindo sentirlo —tomó su pecho con ambas manos e iluminó sus ojos. Cuando hizo eso, supe que era un sueño.

—¿Nunca has amado? —le pregunté sin más.

Ella me observó de reojo y batió la cabeza de medio lado mientras quería seguir subiendo. Colocó su mano derecha en la barandilla y continuó por el camino para decirme:

—Quizá si llego al último escalón podré saberlo —replicó con deseos de superarse. Yo la admiré de pies a cabeza. Siempre se veía deslumbrante a pesar de vestirse con bata blanca y los pies descalzos.

Sin embargo, noté en ella algo que nunca había visto...

Su brazo izquierdo o, mejor dicho, su muñeca izquierda tenía una gran cicatriz que comenzaba desde ahí y se terminaba cerrando debajo de su pulgar. Abrí mis ojos con alerta: ¿porque tenía una cicatriz? Se parecía a la mía que tenía en el brazo derecho...

Seguimos en silencio por cinco minutos hasta que llegamos a la cumbre de la montaña. La noche estaba a punto de comenzar. Le seguí por detrás y ella se detuvo en el paraje más elevado, donde una ultimada barandilla, cubierta de un suelo metálico, rodeaba de raíces el escenario y enseñaba una vista que se distinguía con magnificencia.

Cuando me coloqué a su lado, pude verla en todo su esplendor.

El atardecer desaparecía en picada mientras la luz más postrera del sol centelleaba su último esfuerzo por compartir calidez. La ciudad tenía la mayoría de los focos prendidos y la pista de la playa bordeaba un mirador realmente extraordinario. Mi boca se suspendió, pues me perdía viendo lo que se podía distinguir alrededor de nuestros rostros. Y aunque todavía no podía ver la noche, no dejaba de ser impresionante.

La teoría del sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora