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Mil doscientos euros decía el anuncio del periódico por cuidar de un gato las veinticuatro horas. Cuando llamé, la joven que respondió me explicó que debería irme a vivir a la casa. Ella era deportista de élite o algo así y quería que su minino estuviera atendido en todo momento. ¿Mil doscientos pavos y casa gratis para mí sola? Por supuesto que acepté el empleo.
La casa era una jodida mansión. Yo tenía que mantenerla más o menos limpia (limpiar el polvo y poco más), y procurarle al gato compañía, juegos, comida y agua fresca. Un sueño.
Pequé de ingenua, ignorando que los sueños, muchas veces, se transforman en pesadillas.
La primera noche me inquietó la actitud del gato. Yo había tenido gatos y este se comportaba más como… ¿un humano? Saltó a la cómoda, se sentó como lo haría cualquier persona, y permaneció toda la noche mirándome desde su atalaya. No pegué ojo.
El segundo día se hizo más evidente que algo no marchaba bien. Cuando fui a la cocina, me lo encontré sentado a la mesa, como un comensal hambriento, aguardando su desayuno.
Tendría que haber salido pitando de ahí la tercera noche cuando vi aquello que…
Pero el dinero era más poderoso y yo necesitaba ese poder.
Joder.
La cuarta noche el gato, por fin, abandonó su puesto y saltó grácilmente sobre mi cara. No me dio tiempo a reaccionar. Ni a gritar.
Cubrió mi boca con la suya y absorbió, absorbió, absorbió.
Ahora soy yo quien mira desde la cómoda al gato que habita mi piel, durmiendo plácidamente. Encerrada en este cuerpo peludo, observo cómo él usurpa el mío, haciéndose pasar por mí.
Pero no puedo gritar ni decírselo a nadie. Cuando lo intento, un maullido lastimero sale de mi boca.
Entonces él se ríe con mi risa, me acaricia, y dice: «Tranquila, Clara. ¿No sabes que los gatos tenemos siete vidas?».

Historias Terroríficas ♡Where stories live. Discover now